rujería y destino. El cine relacionado con África se difunde muy poco en México, pero ese poco que incluye naturalmente los filmes clásicos del senegalés Ousmane Sembene o del director malí Souleymane Cissé llegó a enriquecerse con las revelaciones del festival fílmico Africala, una estupenda iniciativa cultural que en nuestro país animó el director argentino Flavio Florencio (Made in Bangkok, 2015). La ausencia de películas africanas recientes en los diversos festivales cinematográficos es hasta la fecha muy notoria. Por ello, una obra como No soy una bruja (I am not a witch, 2017), producción británica y primer largometraje de la realizadora Rungano Nyoni, nacida en Zambia y educada en Gales, sorprende por la novedad e ironía con que aborda el tema de la demonización de la mujer, algo muy a tono con una actualidad política en Occidente: la protesta femenina. No hay nada explícitamente político en la irreverente fábula moral que propone la directora zambia, pero tampoco nada inocente o libre de apuntes críticos sobre una cuestión de género.
La historia de Shula (Maggie Mulubwa), una niña de 9 años acusada por las mujeres y hombres de su pequeña aldea de poseer poderes sobrenaturales y practicar la brujería, refleja una realidad social que prevalece en algunos países de África, en particular en Ghana: la existencia de campos de reclusión para mujeres estigmatizadas como brujas, presencias malignas diseminadoras del caos social y la corrupción moral. En la pantalla, la directora las muestra viejas y desdentadas, con la mirada extraviada y la risa fácil, expuestas al escarnio público y explotadas también por las autoridades venales como una atracción turística para los occidentales ávidos de exotismo. Cuando en el pueblo suceden algunos fenómenos inexplicables, la desamparada y errabunda niña Shula se vuelve el chivo expiatorio ideal. Su mutismo contribuye a atizar la desconfianza y a exacerbar las supersticiones. Se le somete a interrogatorios absurdos y se acude a testigos fantasiosos y prejuiciados. Finalmente se le encierra una noche para que reflexione y elija aceptarse como bruja o convertirse en una cabra libre y al final ser devorada. Al optar por lo primero sella su suerte y se incorpora a la comunidad de brujas maduras que deambulan con listones blancos, de tamaños diversos, sujetos a la tierra para evitar que esos seres maléficos emprendan el vuelo. El listón de Shula es más largo que los demás, su movilidad es por lo mismo mayor, y muy pronto revela la niña poseer una agilidad mental y una lucidez maliciosa que la coloca muy por encima del resto de las mujeres condenadas.
No soy una bruja es un debut fílmico sorprendente. No sólo evita un tono panfletario de protesta, sino que también elude los escollos de un realismo mágico trasnochado. No precisa subrayar en la galería de mujeres delirantes salidas casi de un cuadro de Goya toda la sordidez de la opresión femenina en un país africano, le bastan unas cuantas pinceladas y unos apuntes certeros para incluir en la caricatura a los mercaderes corruptos y a los curanderos exorcistas bufones que utilizan a las brujas para su lucro personal o para promover sus supercherías. También expone, de modo paródico, la utilización facciosa de un sistema tribal de justicia (apenas distinto en África de lo que se practica en Occidente) en el que a la niña bruja se le induce a señalar, entre varios hombres, al culpable de un robo, todo de manera sobrenatural y arbitraria, ajustando siempre el capricho de la acusación al evidente interés de la parte acusadora. Detrás de la aparente sencillez de la historia narrada, la película abunda en este tipo de señalamientos mordaces sobre la injusticia, la intolerancia social y el fanatismo. Shula es así un personaje complejo: niña-mujer, inocencia engañosa, juez y parte muy precoz de una comedia social absurda, objeto de admiración y escarnio, bruja y niña santa, flagelo malicioso de las debilidades e inconsecuencias masculinas. A la atmósfera de lirismo fantástico que preside, algunas de las mejores escenas de la película, como la danza de listones blancos flotando por los aires y sujetando a las mujeres, contribuye la fotografía muy pulcra de David Gallego (notable ya en El abrazo de la serpiente, del colombiano Ciro Guerra), y también el acezante fondo musical de la británica cantautora de soul Estelle y el veneciano Vivaldi. Una película original, muy fuera de serie.
Se exhibe en la sala 9 de la Cineteca Nacional a las 19:30 y 21:30 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1