Domicilio conocido
mparada en la fecha, te propongo una cosa: que por hoy no volvamos a los recuerdos tristes. Sabes que me refiero a tus horas de embriaguez, alucinaciones, añoranzas, impulsos suicidas y el machacón tema de tu sueño imposible: recuperar tu tierra. Hay un momento que en especial querría que olvidáramos: la noche de fin de año en que esperamos inútilmente tu retorno a la casa. Aunque nunca nos lo hayas confesado, imagino que esa irresponsabilidad te llenó de culpa. No pretendo agravarla, pero te digo lo que de seguro adivinaste: tu ausencia nos produjo sensación de abandono y desamparo.
Escribo esas palabras –desamparo, abandono– y vuelvo a ver tu silla vacía frente a la mesa, escucho de nuevo la voz de mi madre diciéndonos, a mis hermanos y a mí, que en cualquier momento ibas a llegar. Oigo también sus pasos rumbo a la puerta para asomarse a la calle con la esperanza de verte aparecer trayéndonos el mejor de los regalos: tu presencia. No fue así. Terminamos aquel año alrededor de la mesa sin atrevernos a tocar la cena.
II
La memoria es curiosa –por no llamarla cruel–: se ocupa de conservar muy bien nuestros recuerdos tristes y nos los entrega completos en cualquier momento, cuando menos lo esperábamos ni lo queríamos. Hoy, justificados en la fecha, impongamos nuestra voluntad y arrebatémosle a la memoria reminiscencias hermosas. Por ejemplo, las mañanas que dedicaste a enseñarme a escribir: 28 letras son la mejor herencia que me dejaste, la derrocho todo el tiempo, pero sigue cuantiosa y salvadora.
Me he propuesto guardar muy bien la imagen de nosotros –quiero decir tú y yo– caminando por el terreno pedregoso para llegar al río donde empapaba sus ramas bajas un retorcido árbol de aguacate. Desprendíamos uno de sus maravillosos frutos y, sentados a la orilla del agua, lo saboreábamos mientras me hablabas ¿de qué? No logro recordarlo, pero en cambio tengo la sensación de que ahora mismo escucho el zumbido de los insectos o los inútilmente feroces ladridos de los perros que vivían en el rancho. Todos eran de todos, excepto uno, amarillento y flaco, que era nuestro: Esigual. ¿Quién le puso ese nombre? Déjame suponer que fuiste tú.
Hay otro recuerdo bello. Lo remarco despacio, con la punta de un imaginario lápiz amarillo. Aunque muchas veces fui tu acompañante en aquellos momentos, en mi evocación sólo apareces tú. Vas caminando en silencio entre las milpas. A veces te detienes, echas una mirada general, te quitas el sombrero, te inclinas, tomas un puño de tierra: lo hueles, lo besas, lo desgranas; luego estiras el brazo y lo dejas al capricho del viento.
Era muy niña entonces y no entendía el significado de aquella ceremonia secreta. Mucho tiempo después, cuando vinimos a vivir a la ciudad de México, la entendí con sólo verte hundir entre el pasto hirsuto de un jardín las semillas que llevabas en la bolsa del saco. No dudo que al realizar ese acto excéntrico –que algunos transeúntes deben haber tomado como prueba de locura benigna– pensabas en tu amaneceres en el campo, en tus remotas esperanzas de una buena cosecha.
Perdóname: prometí que por hoy, insisto en que validos por el significado de la fecha, sólo recordaríamos los momentos alegres. Ya te mencioné algunos. Quiero evocar otro muy divertido: cuando llegamos a vivir a San Luis Potosí, con el producto de una venta de semillas, te compraste un automóvil gris muy pequeño. Aún no me explico que hayamos cabido tus cinco hijos, mi madre y tú al volante. Querías mostrarnos la ciudad, llevarnos a Los Filtros, al Saucito... No llegamos a ninguno de esos lugares porque, en una torpe maniobra, te subiste a una glorieta y al chocar le arrebataste su espada de mármol a un héroe nacional.
Fuera del coche destrozado: humo, curiosos, exclamaciones y el silbatazo de los cuicos que se acercaron para ver el alcance del destrozo y arrestar de inmediato al culpable. ¡Tú! A cambio de ese y otros malísimos momentos, a fin de liberarte del arresto, cobraste fama: apareciste en la primera plana de todos los periódicos junto al héroe desarmado, tu automóvil hecho un acordeón y la multitud (en aquel tiempo diez personas eran muchedumbre) excitada y sonriente, feliz por sentirse partícipe de un hecho que alteraba la rutina, el ritmo adormecido de aquel
San Luis Potosí.
Desde luego conservamos los recortes de los periódicos con tu fotografía: un tesoro. Cuando recibíamos la visita de algún familiar o de un amigo, si mis hermanos y yo estábamos en la calle jugando, mi madre nos pedía que entráramos a la casa con una frase que aún me hace reír: Niños, vengan: vamos a ver los periódicos donde salió su padre.
Sentados en la orilla de las camas, mirábamos a nuestros visitantes pasarse de mano en mano los recortes, observarlos con expresión admirada, también un poquito envidiosa, para enseguida volverse hacia ti con un gesto de profundo respeto. Lo merecías, después de todo no cualquier civil –hasta aquellos momentos– había sido capaz de despojar de su arma a un héroe de la Patria, y sin gota de sangre derramada.
III
Lo que son las cosas: en vez de traerte regalos te pedí uno: que olvidáramos, al menos por hoy, los momentos tristes. Gracias por tu ayuda para conseguirlo. Eras un hombre sobrio y poco dado a la efusividad. Comprendo que esta especie de carta pueda parecerte sentimental y cursi. Me justifica la fecha: Día del Padre. Tú fuiste y serás siempre el mío.
(P.S: Te habrás dado cuenta de que en ningún momento mencioné tu nombre. Lo he consumido a tanto escribirlo en mis relatos: Antonio.)