Domingo 24 de junio de 2018, p. a20
Forjador de una obra literaria única en lengua castellana, Julio Cortázar (1914-1984) era un artífice del cuento, género al que aportó innovaciones desde su maestría sin par. Los ocho relatos que articulan Octaedro, 1974, libro publicado por Alfaguara, aluden a los temas recurrentes en el escritor: el amor, el sueño, la enfermedad, la muerte, el umbral entre lo cotidiano y lo fantástico. Funcionan como caras que van completando el sentido de la figura total. Con autorización de la editorial, ofrecemos un adelanto a los lectores de La Jornada
Al atardecer Florencio bajó con la nena hasta la cabaña, siguiendo el sendero lleno de baches y piedras sueltas que sólo Mariano y Zulma se animaban a franquear con el yip. Zulma les abrió la puerta, y a Florencio le pareció que tenía los ojos como si hubiera estado pelando cebollas. Mariano vino desde la otra pieza, les dijo que entraran, pero Florencio solamente quería pedirles que guardaran a la nena hasta la mañana siguiente porque tenía que ir a la costa por un asunto urgente y en el pueblo no había nadie a quien pedirle el favor. Por supuesto, dijo Zulma, déjela nomás, le pondremos una cama aquí abajo. Pase a tomar una copa, insistió Mariano, total cinco minutos, pero Florencio había dejado el auto en la plaza del pueblo y tenía que seguir viaje enseguida; les agradeció, le dio un beso a su hijita que ya había descubierto la pila de revistas en la banqueta; cuando se cerró la puerta Zulma y Mariano se miraron casi interrogativamente, como si todo hubiera sucedido demasiado pronto. Mariano se encogió de hombros y volvió a su taller donde estaba encolando un viejo sillón; Zulma le preguntó a la nena si tenía hambre, le propuso que jugara con las revistas, en la despensa había una pelota y una red para cazar mariposas; la nena dio las gracias y se puso a mirar las revistas; Zulma la observó un momento mientras preparaba los alcauciles para la noche, y pensó que podía dejarla jugar sola.
Ya atardecía temprano en el sur, apenas les quedaba un mes antes de volver a la capital, entrar en la otra vida del invierno que al fin y al cabo era una misma sobrevivencia, estar distantemente juntos, amablemente amigos, respetando y ejecutando las múltiples nimias delicadas ceremonias convencionales de la pareja, como ahora que Mariano necesitaba una de las hornallas para calentar el tarro de cola y Zulma sacaba del fuego la cacerola de papas diciendo que después terminaría de cocinarlas, y Mariano agradecía porque el sillón ya estaba casi terminado y era mejor aplicar la cola de una sola vez, pero claro, calentala nomás. La nena hojeaba las revistas en el fondo de la gran pieza que servía de cocina y comedor, Mariano le buscó unos caramelos en la despensa; era la hora de salir al jardín para tomar una copa mirando anochecer en las colinas; nunca había nadie en el sendero, la primera casa del pueblo se perfilaba apenas en lo más alto; delante de ellos la falda seguía bajando hasta el fondo del valle ya en penumbras. Serví nomás, vengo en seguida, dijo Zulma. Todo se cumplía cíclicamente, cada cosa en su hora y una hora para cada cosa, con la excepción de la nena que de golpe desajustaba levemente el esquema; un banquito y un vaso de leche para ella, una caricia en el pelo y elogios por lo bien que se portaba. Los cigarrillos, las golondrinas arracimándose sobre la cabaña; todo se iba repitiendo, encajando, el sillón ya estaría casi seco, encolado como ese nuevo día que nada tenía de nuevo. Las insignificantes diferencias eran la nena esa tarde, como a veces a mediodía el cartero los sacaba un momento de la soledad con una carta para Mariano o para Zulma que el destinatario recibía y guardaba sin decir una palabra. Un mes más de repeticiones previsibles, como ensayadas, y el yip cargado hasta el tope los devolvería al departamento de la capital, a la vida que sólo era otra en las formas, el grupo de Zulma o los amigos pintores de Mariano, las tardes de tiendas para ella y las noches en los cafés para Mariano, un ir y venir separadamente aunque siempre se encontraran para el cumplimiento de las ceremonias bisagra, el beso matinal y los programas neutrales en común, como ahora que Mariano ofrecía otra copa y Zulma aceptaba con los ojos perdidos en las colinas más lejanas, teñidas ya de un violeta profundo.
Qué te gustaría cenar, nena. A mí como usted quiera, señora. A lo mejor no le gustan los alcauciles, dijo Mariano. Sí me gustan, dijo la nena, con aceite y vinagre pero poca sal porque pica. Se rieron, le harían una vinagreta especial. Y huevos pasados por agua, qué tal. Con cucharita, dijo la nena. Y poca sal porque pica, bromeó Mariano. La sal pica muchísimo, dijo la nena, a mi muñeca le doy el puré sin sal, hoy no la traje porque mi papá estaba apurado y no me dejó. Va a hacer una linda noche, pensó Zulma en voz alta, mirá qué transparente está el aire hacia el norte. Sí, no hará demasiado calor, dijo Mariano entrando los sillones al salón de abajo, encendiendo las lámparas junto al ventanal que daba al valle. Mecánicamente encendió también la radio, Nixon viajará a Pekín, qué me contás, dijo Mariano. Ya no hay religión, dijo Zulma, y soltaron la carcajada al mismo tiempo. La nena se había dedicado a las revistas y marcaba las páginas de las tiras cómicas como si pensara leerlas dos veces.
La noche llegó entre el insecticida que Mariano pulverizaba en el dormitorio de arriba y el perfume de una cebolla que Zulma cortaba canturreando un ritmo pop de la radio. A mitad de la cena la nena empezó a adormilarse sobre su huevo pasado por agua; le hicieron bromas, la alentaron a terminar; ya Mariano le había preparado el catre con un colchón neumático en el ángulo más alejado de la cocina, de manera de no molestarla si todavía se quedaban un rato en el salón de abajo, escuchando discos o leyendo. La nena comió su durazno y admitió que tenía sueño. Acuéstese, mi amor, dijo Zulma, ya sabe que si quiere hacer pipí no tiene más que subir, le dejaremos prendida la luz de la escalera. La nena los besó en la mejilla, ya perdida de sueño, pero antes de acostarse eligió una revista y la puso debajo de la almohada. Son increíbles, dijo Mariano, qué mundo inalcanzable, y pensar que fue el nuestro, el de todos. A lo mejor no es tan diferente, dijo Zulma que destendía la mesa, vos también tenés tus manías, el frasco de agua colonia a la izquierda y la gillette a la derecha, y yo no hablemos. Pero no eran manías, pensó Mariano, más bien una respuesta a la muerte y a la nada, fijar las cosas y los tiempos, establecer ritos y pasajes contra el desorden lleno de agujeros y de manchas. Solamente que ya no lo decía en voz alta, cada vez parecía haber menos necesidad de hablar con Zulma, y Zulma tampoco decía nada que reclamara un cambio de ideas. Llevá la cafetera, ya puse las tazas en la banqueta de la chimenea. Fijate si queda azúcar en la azucarera, hay un paquete nuevo en la despensa. No encuentro el tirabuzón, esta botella de aguardiente pinta bien, no te parece. Sí, lindo color. Ya que vas a subir traete los cigarrillos que dejé en la cómoda. De veras que es bueno este aguardiente. Hace calor, no encontrás. Sí, está pesado, mejor no abrir las ventanas, se va a llenar de mariposas y mosquitos.
Cuando Zulma oyó el primer ruido, Mariano estaba buscando en las pilas de discos una sonata de Beethoven que no había escuchado ese verano. Se quedó con la mano en el aire, miró a Zulma. Un ruido como en la escalera de piedra del jardín, pero a esa hora nadie venía a la cabaña, nadie venía nunca de noche. Desde la cocina encendió la lámpara que alumbraba la parte más cercana del jardín, no vio nada y la apagó. Un perro que anda buscando qué comer, dijo Zulma. Sonaba raro, casi como un bufido, dijo Mariano. En el ventanal chicoteó una enorme mancha blanca, Zulma gritó ahogadamente, Mariano de espaldas se volvió demasiado tarde, el vidrio reflejaba solamente los cuadros y los muebles del salón. No tuvo tiempo de preguntar, el bufido resonó cerca de la pared que daba al norte, un relincho sofocado como el grito de Zulma que tenía las manos contra la boca y se pegaba a la pared del fondo, mirando fijamente el ventanal. Es un caballo, dijo Mariano sin creerlo, suena como un caballo, oí los cascos, está galopando en el jardín. Las crines, los belfos como sangrantes, una enorme cabeza blanca rozaba el ventanal, el caballo los miró apenas (...)