l próximo gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador se enfrentará, entre otras, a las carencias que registra nuestra representación política. Una de sus primeras tareas tendría que ser, por tanto, la de crear las condiciones para que la democracia –a la que se da por hecho y de la que se abusa verbalmente– tenga visos de realidad.
El cambio en ese sentido, si quiere consolidarse, tendrá que ser sobre bases democráticas o no será.
Desde muy diferentes ámbitos, al gobierno se le exige que sea democrático, y la puesta en acto de todos los valores que ello implica: respeto a la ley, trato igualitario y equitativo, pluralidad, honestidad, respeto a las libertades y garantías constitucionales; por supuesto, limpieza, rendición de cuentas, transparencia. Una exigencia totalmente justificada. Sin embargo, quienes esto exigen no hacen el intento por anclar esos criterios y actos en sus lugares de adscripción: partidos políticos, centros de trabajo, centros de estudio, medios, sindicatos y otras organizaciones civiles. Los empresarios, por ejemplo, le piden a López Obrador que termine con la corrupción. La corrupción que implica al corruptor y al corrupto. Hasta ahora, los casos más escandalosos de corrupción han involucrado a empresarios. ¿Han hecho las organizaciones empresariales los llamados pertinentes y oportunos para que su membrecía evite participar en actos de corrupción?
Con todos los escollos que encontrará López Obrador para poder cumplir con el programa de gobierno que ofreció como candidato, y con los ataques y críticas que le lanzarán los que se han sentido lesionados en sus privilegios, sinecuras e impunidad de que gozaron por largas décadas, creo que como principal dirigente de Morena tendrá que hacer grandes esfuerzos para que este partido tenga una sólida estructura de prácticas democráticas. Dejar que el juego de autonomías valga, en primer lugar, para su militancia. Haberlo fundado, conseguir que creciera en pocos meses, convertirlo en un gran cohete electoral y en el partido triunfador de las elecciones más competidas de la historia del país, así como en el crisol de su aspiración para ganar la Presidencia de la República fue, sin duda, una verdadera proeza. Mayor proeza será aportar, con su prestigio político, al desarrollo de Morena como un partido esforzado por ser ejemplo que sabe exigir, a las propias autoridades que eligió e hizo elegir, para que su gobierno se apegue a lo ofrecido a la ciudadanía. Y aun, por asumirse como el eje de un cambio radial y profundo, a la medida de una suerte de cuarta República.
Sin un partido que haga fuerte al Presidente, esperanzada su militancia en que sea el Presidente el que lo haga fuerte a él, la fuerza de ambos se degradaría. En el ejercicio del poder, el más sabio se equivoca. Pero si tiene un partido que sea el primero en advertir el error que resulte y en pugnar para que lo autocorrija quien lo cometió, la fuerza política y moral de uno y otro cobrará altura.
Será bueno señalar, desde ahora, que si Morena se convierte sólo en la agencia político-electoral de López Obrador, los efectos del triunfo en las elecciones del pasado domingo serán lo que los mexicanos no queremos: un presidencialismo extremo y un partido garapiñado y de contornos ideológicos y éticos expuesto a feroces disputas internas. Lo cual equivaldría a revivir, con nombre y parafernalia distintos, al régimen que se hundió.
Es posible que López Obrador gobierne con mayoría. Los legisladores de Morena serán, o bien fieles transmisores del Presidente por medio de Morena, o bien el conjunto cabal de esa representación política que nunca hemos tenido: atenta a la labor del Poder Ejecutivo, a las necesidades y demandas de la población –sobre todo de la población mayoritaria– y a las muy diversas presiones de la minoría rapaz y de sus apoyos nacionales y del exterior (Estados Unidos, de manera señalada), que querrán ver en la alternancia del poder un cambio, sí, pero sólo de periféricos
en su vestimenta. El sino de Morena estará en la respuesta a esas realidades.
Por primera vez, la mayoría sintió punitiva la cordillera de la desigualdad, el despojo y la violencia. Y decidió que era ya el momento de cambiar tal ominoso contexto por la vía pacífica.
Ese cambio, por el que no votaron, salvo excepción, los empresarios grandes y medianos, sus directivos y allegados, y los políticos con los que se han coludido para aumentar su fortuna, requerirá ser defendido no sólo con reglas de juego diferentes por parte de las nuevas autoridades, su estado mayor y su partido, sino por la propia ciudadanía que hizo posible su triunfo electoral. Una ciudadanía decidida a tener unas elecciones libres, como la que se agrupó en una miríada de organizaciones semejantes a la Red Universitaria y Ciudadana por la Democracia –la menciono porque me consta– apoyada por la UNAM.