as revoluciones son revoluciones, es decir, estados patológicos y críticos de las sociedades y constituyen situaciones anormales. Las revoluciones son sacudimientos políticos que una clase social inferior efectúa para librarse de la presión de otra clase privilegiada. El proceso natural de toda revolución indica la necesidad que hay después de haber destruido el poder, de crear un nuevo gobierno que derive su poder, no de la fuerza destruida, sino de la fuerza destructora. Así, editado pero literal un párrafo clave del famoso texto de Luis Cabrera intitulado como esta entrega.
¿La elección del primero de julio es una revolución? Yo creo que sí. Incruenta, pacífica y de enormes consecuencias. La quiebra del sistema de partidos. El desmadejamiento del centro político. La nueva energía social lubricada por la campaña electoral de AMLO. De manera contundente la igualdad de género en las representaciones legislativas. Se trata de una revolución política cuyo eje central expresado por López Obrador es la separación del poder político del económico.
La revolución política es siempre una transformación de las formas de hacer política. Lo que hemos vivido después del primero de julio es una paulatina modificación de éstas. Un momento afortunado que apunta –sin hacer falsas expectativas– al camino que podría recorrerse como sociedad y como gobierno.
Desde luego persiste una cultura política que sigue siendo una poderosa invitación a la regresión y que sólo ha sabido conjugar dos verbos: madrugar, como lo planteó Martín Luis Guzmán, y ningunear, desarrollado por Octavio Paz.
Restauración. La presunción de una restauración autoritaria se interpuso en 2012 y ahora en 2018 –aunque el conglomerado político que lo planteaba como hipótesis es distinto al que ahora lo plantea– en el camino que debe llevar a una nueva gobernabilidad. Esta restauración no estaría vinculada a un solo partido porque es fruto de un hecho central: la transición hacia la democracia se desvió como consecuencia exitosa para desarticular el eje del autoritarismo –presidencialismo autoritario, partido hegemónico y predominancia de reglas informales sobre las formales– no lo ha sido para sentar las bases de una gobernabilidad democrática.
Gobernar la pluralidad. La gobernabilidad del país pende de una interrogante estratégica: ¿cómo gobernar el pluralismo? En 2012 al emitir públicamente mi voto a favor de AMLO decía que si ganaba sería magnífico, pero aún así pensaba que había que comenzar al día siguiente la reconstrucción de instituciones y organizaciones. Nuevos partidos, organizaciones gremiales de obreros, colonos, campesinos; ONGs y movimientos ciudadanos. Nuevas formas de organicidad social como las que anticipó entonces el #Yosoy132 y como ahora anticipan las organizaciones agrupadas en Por una Fiscalía que sirva. Buenos presagios el inicio de la interlocución entre representantes del nuevo gobierno y este conjunto de organizaciones civiles. Pero también esas nuevas formas de organicidad se encuentran en el abigarrado conjunto de organizaciones sociales y gremiales que luchan en muchas regiones del país en defensa de sus territorios.
Mayorías. La mayoría a la que aspiró Peña Nieto en 2012 partió de la estrategia del manejo de las expectativas de triunfo –al menos dos economistas, el premio Nobel Robert Lucas, y el economista de MIT Rudiger Dornbusch la habían desarrollado para enfrentar las espirales inflacionarias. Una estrategia parecida se desarrolló en 2018 desde el equipo de AMLO. Sólo que ahora sí logran esas mayorías. La discusión sobre una gobernabilidad democrática debe reconocer el voto mayoritario de la ciudadanía, pero también avanzar en dos carriles: el de las representaciones políticas y el de las representaciones sociales. La fortaleza de ambas refuerza la legitimidad electoral ganada.
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