iez horas estuve escuchando los diagnósticos, líneas estratégicas y proyectos de 12 secretarías de Estado durante la primera reunión del gabinete del nuevo gobierno (2018-2024). Todos rebosaron entusiasmo, entrega, conocimiento y pasión por sacar al país de la devastación sufrida luego de 30 años de neoliberalismo. Y dentro de esa mística sobresalió la dirección oportuna y certera del que será el nuevo presidente del país, pendiente de marcar lineamientos con prudencia y buena voluntad, y echando mano de su profundo conocimiento de México. Este será un gobierno de izquierda
sin parangón en la historia reciente del mundo, porque, a diferencia de muchos otros (buena parte de ellos fallidos), no surge de los protocolos y tratados de una tradición teórica que hoy es inservible, sino de la propia realidad actual e histórica del país. No se trata ya de meter a la realidad a la teoría
, en un acto forzoso y absurdo, como lo siguen haciendo los intelectuales de siempre (marxistas, leninistas, maoístas, guevaristas y, especialmente, neozapatistas), sino de irla construyendo a partir de la práctica. Detecto una sensibilidad para medir la dimensión de las transformaciones posibles que nacen de la lectura correcta de la realidad nacional. Esa es una de las grandes lecciones.
Se trata, entonces, de regenerar literalmente a la nación tras una guerra no declarada, y de caminar por lo que sería una cuarta gran transformación
. No obstante este panorama, surge la pregunta de si existen principios rectores que guíen u orienten las acciones del nuevo aparato estatal. Con base en lo ahí observado y en lo que es posible captar del ideario de AMLO, arriesgo a postular siete posibles faros: a) lo antineoliberal; b) la comunalidad y la cooperación; c) el rescate de la memoria; d) la democracia directa y participativa; e) la defensa de la naturaleza; f) la regeneración del tejido biocultural, y g) una ciencia y tecnología para la emancipación.
Lo antineoliberal. Se trata de implementar una política que recupere el papel del Estado como garante del bien común y no como venía sucediendo: el capital manteniendo cautivas y a su servicio las acciones del gobierno en todas sus escalas y dimensiones. Ello significa superar todo lo que alimenta la fantasía del capitalismo en su versión ultramonopólica: la religión de los mercados, el libre comercio, las ventajas comparativas, la competitividad, la tecnociencia y una idolatría por los países industrializados. No se puede rescatar a la nación si antes no se rescata la función del Estado. En los tiempos recientes fuimos testigos de cómo casi sin excepción todas las oficinas del gobierno se pusieron al servicio de los negocios y de los mercaderes. El poder económico se transfiguró en el poder político y viceversa. Los gobiernos neoliberales apoyaron sin recato a las grandes mineras, automotrices, acereras, embotelladoras, bancos, petroleras, cadenas comerciales, compañías biotecnológicas, etcétera. Surge aquí la imagen grotesca de Enrique Peña Nieto frente a los medios masivos de comunicación con una botella de Coca-Cola en la mano haciéndole propaganda, mientras millones de mexicanos padecen obesidad y diabetes por consumirla. Un gobierno antineoliberal no es un gobierno anticapitalista, pero sí uno que acota, orienta y determina los caminos del capital. El antineoliberalismo también debe rechazarse a escala individual. No más las figuras individualistas, ególatras y consumistas. No más valores mercantiles, superficiales y mezquinos. Se va a requerir de un código de ética que sea adoptado por los funcionarios de este nuevo gobierno.
Comunalidad y cooperación. Toda la ideología neoliberal se derrumba frente su antítesis: el bien común, la ayuda mutua, el tequio, la mano vuelta, la guelaguetza, que siguen siendo los motores invisibles de la reciedumbre mexicana. Este rasgo que debe rescatarse y consolidarse, surge del México profundo
en la forma de comunalidades y se recrea en el mundo moderno en las diversas expresiones del cooperativismo (12 mil 500 cooperativas con registro). Es el legado de los pueblos originarios o indígenas que para sorpresa del mundo en México crecen más rápido que la población mestiza y hoy alcanzan los 25 millones (Inegi, 2015). Salvaguardar a los ejidos y a las comunidades y potenciarlos en todas su vertientes como guardianes de un legado biocultural, histórico, espiritual y hasta civilizatorio debe ser tarea obligada.
El país rebosa además de experiencias cooperativas exitosas que deben ser faros a reproducir y multiplicar por todo el país: pesqueras (como la Cecop de Baja California), cafetaleras (Tosepan Titataniske y decenas más), turísticas (más de 100 cooperativas indígenas), refresqueras (Pascual), cajas de ahorro, comercializadoras (ANEC), de consumidores, etcétera. Ante los sectores dominados por las grandes empresas y corporaciones el país debe ir gradualmente impulsando las fórmulas cooperativas ahí donde sea posible.