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Las desapariciones de la guerra sucia
L

os distintos actos conmemorativos celebrados ayer en Oaxaca y Michoacán, mediante los cuales familiares de desaparecidos durante el periodo de la llamada guerra sucia en México recordaron a víctimas de esa etapa (décadas de los 60 y 70 del siglo pasado), sirvieron también de antídoto contra el olvido de uno de los grandes pendientes que tiene la justicia en nuestro país: el de esclarecer la suerte corrida por estudiantes, trabajadores, maestros, líderes sociales y opositores que en esa época fueron aprehendidos por fuerzas gubernamentales y de cuyo paradero no volvió a tenerse noticia alguna.

Con independencia de la ideología y las prácticas defendidas por los desaparecidos (eufemístico término que, en política, empezó a usarse a fines de los años 70), resulta imperativo esclarecer qué suerte corrieron los hombres y mujeres, apenas adolescentes en muchos casos, que fueron detenidos y retenidos contra todo derecho por efectivos militares o paramilitares por el hecho de impugnar una realidad social, un modelo de gobierno o ambas cosas.

Se trata, sí, de una necesidad humanitaria elemental, porque a cuatro decenios de su desaparición la incertidumbre de sus allegados sobre su destino permanece viva y el pedido de justicia continúa vigente; pero también de una exigencia política institucional, porque para una sociedad es difícil construir un futuro armónico si quedan zonas oscuras y cuentas pendientes entre un Estado y sus gobernados, aunque las circunstancias sean otras y los protagonistas no sean los mismos.

A diferencia de lo ocurrido por las mismas fechas en otras naciones latinoamericanas, en México la represión estatal violenta e ilegal tuvo un carácter más selectivo que extensivo, por lo que las cifras de desaparecidos no alcanzan las proporciones registradas en otros países. Tal vez por eso, también, no exista unanimidad acerca del número de personas que fueron víctimas de esa práctica inhumana (las cifras varían desde unos pocos cientos hasta varios miles, dependiendo de las fuentes, que a menudo identifican desaparición con secuestro). Pero el hecho tiene una connotacion más cualitativa que cuantitativa: hayan sido cientos o miles, las personas a quienes el aparato estatal condenó a desaparecer sufrieron la violación más atroz a sus derechos fundamentales, y aquellos que la cometieron merecen cargar con la responsabilidad de sus actos, aun en ausencia si por razones de tiempo no estuvieran físicamente presentes.

Infructuosos han sido, asimismo, los intentos realizados por arrojar luz sobre el umbroso periodo de la guerra sucia: las recomendaciones formuladas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y otros organismos preocupados por el tema fueron poco y mal atendidas, cuando no ignoradas. La creación de una fiscalía especial para la investigación de hechos probablemente constitutivos de delitos cometidos por servidores públicos en contra de personas vinculadas con movimientos sociales y políticos del pasado, pese a su extenso nombre, no consiguió gran cosa. Y la posterior participación de la Coordinación General de Investigaciones de la Procuraduría General de la República, así como los ensayos que siguieron para esclarecer los casos documentados y denunciados de desapariciones durante aquel periodo, también desembocaron en un fracaso.

Con todo y sus asegunes, la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas (cuyo nombre también es bastante más largo) constituyó un avance en la materia; pero para el caso no ayuda porque las leyes no son retroactivas. Sin embargo, pese a los años, la desmemoria y los intentos de esclarecimiento fallidos, es de desear que la investigación y transparencia de los escandalosos episodios del pasado deje de ser una aspiración constantemente postergada y se convierta de una buena vez en hecho consumado.