a práctica populista de referirse al pueblo como primera y última instancia y rasero del discurso y la propuesta, ha recorrido el mundo de la política por muchos años. Y con diferentes tonalidades y modalidades.
Lo que sorprende es que hayamos llegado a descubrirla tan tardíamente, despertando todas las sospechas sobre su uso oportunista e ilegítimo. De entrada, es importante distinguir y no tasar todas las interpelaciones con el mismo adjetivo. La diferencia entre apelar al pueblo y justificar una política o programa en el beneficio general pero discriminado en favor de los de abajo, y convertir en movilización y proclama los sentimientos de encono y decepción cultivados por los más afectados por el cambio económico o social, es mayúscula y es por eso que muchos analistas y críticos de dicha práctica sugieren distinguir entre ambos usos. De aquí que suela hablarse de populismos de izquierda y de derecha, como a su modo lo hizo el propio presidente Obama en ocasión de una cumbre trilateral con México y Canadá.
No hay modos fáciles de seguirle el pulso a estas distinciones pero es preciso hacerlo, ahora que un partido calificado de populista ha llegado al gobierno de la república por la vía electoral, luego de una competencia abierta y más o menos transparente. No vale decir que bajo la manga, los triunfadores traen cartas escondidas, porque si de eso se tratara habría que renunciar a la política.
Los propósitos de rehabilitación del Estado y el sector público enarbolados por el candidato Andrés Manuel López Obrador pueden ser compartidos por muchos, partidarios y no de su candidatura. Lo que ya no resulta tan fácil de compartir es el eco que sus primeras propuestas recogen y, a la vez, han desatado.
Nos guste o no, por décadas se cultivó en nuestro país y buena parte del mundo, la absurda conseja del presidente Reagan de que el gobierno no era la solución sino el problema. Junto con el otro dicho irracional de la señoraTatcher de que no había tal cosa como la sociedad, formó un poderoso dictado que legitimó la más absurdas y destructivas políticas para, desde el Estado, acabar con el Estado. Por lo menos, con el Estado que recogía las grandes reformas de Roosevelt que en la post guerra devinieron los sistemas de bienestar más promisorios de la historia.
Se fomentó no sólo miedo al Estado, que no siempre sobra, sino horror y animadversión sistemáticos, hasta volverse política y cultura del cambio capitalista de fin de siglo y del globalismo que quiso convertir dicho cambio en nueva historia del mundo.
Los resultados están a la vista y deberían formar parte del mirador cotidiano del nuevo grupo gobernante. Sólo así podremos calibrar con justeza y sensatez propuestas como las de confundir descentralización del gobierno con mudanza de oficinas y redignificación del servicio público con doctrina franciscana.
Quienes celebran ambas propuestas son eco de esos dichos miliares del neoliberalismo rupestre que nos trajo hasta el borde del abismo. Lo que necesitamos es más Estado y no menos; y más descentralización, pero de capacidades, decisiones y recursos y no de oficinas federales, familias angustiadas y burócratas arrinconados.