lo largo del siglo XX (y buena parte del siglo XIX) la sucesión presidencial marca uno de los momentos más traumáticos de la vida pública. En una sucesión se originó el golpe que llevó a Porfirio Díaz al poder. Treinta y seis años más tarde, fue otra sucesión, la de Madero, la que inició la caída de Díaz y dio pie al alud de la Revolución. Sólo tres décadas después –en 1946– el nuevo régimen encontraría una solución que cancelaba el levantamiento militar y las asonadas como vías de acceso legítimo al poder presidencial. Esa solución fue un sui generis régimen autoritario: un sistema de partido único que permitiría la movilidad social y la constante circulación de las élites.
En 1988, otra vez en un recambio de la presidencia, ese régimen empezó a modificarse gradual y penosamente. En los años 90, se difunden mecanismos electorales de representación, prospera cierto pluralismo político, se abre la era de la alternancia. Pero la apertura y la transición suceden a cuenta gotas. La vieja cultura clientelar y corporativa resiste hasta que en 2003 prácticamente interrumpe el proceso de cambio. En 2007, después de un inabarcable fraude electoral, destinado a cancelar no una candidatura sino un auténtico movimiento social, Felipe Calderón declara la guerra no sólo al crimen organizado, sino sobre todo a los afanes e impulsos que habían encontrado en la opción democrática una vía para imaginar otra sociedad: un orden capaz de tramitar sus conflictos y diferencias mediante prácticas civiles e institucionales. Más de 40 mil desaparecidos (es la cifra oficial, ¿y la no oficial?) son el saldo de esa involución, entre ellos miles de activistas, miembros de organizaciones sociales y de derechos humanos, maestros, indígenas, periodistas,… Una estrategia que continuó intacta (y se intensificó) a lo largo del sexenio de Peña Nieto. Todo tan sólo para preservar a la élite política y económica que llegó al poder en 1985.
El primero de julio de 2018 mostró que, no obstante, existía –y existe– un país ciudadano y profundo capaz de decir no a esa conducción que hizo de la sociedad otra estación del infierno. Y decirlo de la mejor y más democrática manera. El gran problema es si alguien va a escuchar ese urgente y masivo llamado.
Antes que nada es preciso tomar en cuenta que la caída del PRI –yo la llamaría así: caída, esperamos que sea la última– fue el resultado de una multitud de afanes y acciones de la sociedad: la resistencia a los fraudes de 2006 y 2012, el movimiento #YoSoy132, las movilizaciones por esclarecer el crimen de Ayotzinapa, la oposición magisterial, los movimientos indígenas por la sustentabilidad ecológica, las movilizaciones contra la violencia… No obstante las precarias condiciones políticas impuestas por la lógica del control, una sociedad en franco movimiento, capaz de organizarse en las circunstancias más adversas. Es esa sociedad la que hizo posible y viable la ruptura del primero de julio. Y es el lugar nodal del espacio de una transformación profunda.
Lo único que hace una elección es llevar a nuevos gobernantes y representantes a los cargos de representación. Morena capitalizó abrumadoramente esa reposición. El dilema es si sabrá multiplicar el espíritu que lo llevó hasta ahí. O si tan sólo hará la ilusoria lectura de que el Estado puede ser modificado mediante su simple o esforzada administración. Es demasiado pronto para adelantar aseveraciones. Pero la lógica de las circunstancias lo ha situado frente a un timing abrumador.
La mayor parte de las medidas anunciadas hasta ahora tienen la comprensible intención de volver gobernable lo que había perdido toda gobernabilidad. En los pasados 12 años, el Estado fue convertido en acotado recinto con acceso casi exclusivo a un estrato empresarial bastante parasitario, una clase política que prolongó su estancia más de tres décadas y quienes estaban dispuestos a criminalizar las prácticas de su control. Pero el error en política consiste frecuentemente en creer que la gobernabilidad de un orden emana del Estado y no de la sociedad.
Creer, por ejemplo, que 17 diputados en Veracruz apoyados por un fiscal federal serán capaces de desarmar lo que ha devenido un auténtico narcoestado es una simple y llana utopía. Lo mismo en Puebla o en Tamaulipas. Medidas de descentralización, por más generosas que sean, tampoco lo lograrán. La burocracia es el orden más sabio y paciente para resistir cualquier cambio.
El centro de ese cambio se encuentra en otro lugar: las escuelas, las comunidades, los barrios, las organizaciones sociales y civiles, las fuerzas de la cultura. El problema es cómo abrir la compuerta a toda la creatividad de la sociedad en el orden económico, el político y el cultural. Por supuesto que en el tecnológico también.
Desde hace décadas la sociedad mexicana se encuentra inmersa en un duelo: el de la pérdida de la centralidad del Estado como el Gran Otro que la unificó. Es una pérdida irreparable. Es el resultado de las fuerzas incontrolables de la globalización. El dilema es como encontrar un nuevo orden que responda a estas circunstancias. Otros países lo han logrado, aunque no muchos.
Hay anuncios de que esto es posible. Pero más vale la pena darse prisa antes de que sea inevitable. El entramado de 33 años de gobierno está intacto, al igual que sus prácticas y sus reglas no escritas. Rápidamente desalentarán el cambio, lo harán perdidizo y disipado. Los días pasan de prisa, y los desafíos podría quedar cada vez menos a la mano.