Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Dos rayitas

E

l dolor no disminuye. Sigue vivo, es grande, como la ausencia de Sandra, Sandrita, Sandy. Un metro veinte de estatura. Cabello lacio, ojos negros, barba partida, un lunar sobre la ceja derecha. La niña heredó sus señas particulares de su padre, tan satisfecho de verse renacer en ese rostro amado.

El parecido dio pie a discusiones familiares, a celos ocultos y a cierta necesidad de afirmación por parte de la abuela materna. Cada vez que iba de visita a la casa de su hija, con su primera nieta en brazos se paraba frente al espejo del botiquín y al ver el reflejo de ambas murmuraba: “No importa lo que digan, eres mi vivo retrato. Soy tu abue y te adoro. Quiero que Dios me preste vida para verte con tu vestido de quince años y luego, ¿por qué no?, con el de novia.

II

–¿Recuerda cómo iba vestida la niña la mañana en que desapareció?

–Sí. Llevaba su camiseta, sus pants nuevos y su chamarrita de capucha. No quería ponérsela, pero la obligué porque estaba chispeando.

–¿Está segura?

–Desde luego. ¿Cree que estoy jugando o qué? Perdone que me impaciente, pero comprenda mi desesperación. A veces no sé ni lo que digo. Sí, sí estoy segura de que Sandra llevaba esa ropa. Pero, ¿qué significado tiene cómo iba vestida? Lo importante es ella. Un metro veinte de estatura, cabello lacio, ojos negros, barba partida, un lunar sobre la ceja derecha.

–¿Qué otro detalle recuerda? Entre más datos aporte más rápido la encontraremos.

–Júreme por su madre que van a buscarla, que harán todo lo posible...

–Señora: no tengo por qué jurarle nada. Es mi obligación atenderla. ¿Tenemos su teléfono, verdad?

–Sí, también el de mi madre, el de mi suegra, el de mi esposo. El se quedó en la casa por si alguien tiene información o por si llega Sandra. Es muy lista. Si se perdió estoy segura de que dará con la casa. Señor, disculpe mi insistencia, pero entienda: es una niñita de apenas seis años. Me moriría si le pasara algo malo. Prométame...

III

En la corta vida de Sandra, sus padres, sus abuelos, su maestra le arrancaron muchas promesas. Prométeme que te vas a estar quietecita mientras te peino; que tomarás el jarabe aunque sepa feo; que ya no vas a pelearte con tu prima Daniela; que no seguirás mordiendo tus lápices; que no vas a salirte a la calle solita. ¿No ves que pasan los coches muy rápido y te pueden atropellar? No queremos eso, ¿verdad? Y otra cosa: prométeme que vas a tomarte la leche para que sigas creciendo fuerte y linda.

Dos rayitas marcadas en la pared con crayón indeleble registran los centímetros que la niña creció de un año a otro. Uno veinte de estatura. La midieron el 8 de enero, día de su cumpleaños. Luego, por juego, se subió en los tacones altos de su madre y dijo que era un gigante. Su padre le tomó una foto con su celular. La imagen sigue allí, pero la niña no. Su ausencia duele tanto como el primer día que dejaron de verla. Cabello lacio, ojos negros, barba partida...

¿Cómo no adorar a una niña así? Todos querían para ella lo mejor y se lo dieron: cuidados, cariño, juguetes. Cuando Sandra se portaba mal su madre los ponía fuera de su alcance, encima del ropero.

Castigar a su niña era un tormento, pero lo soportaba hasta que al fin le devolvía a Sandrita la muñeca desgreñada, el oso de peluche sin un ojo, el juego de dados de colores, la burbuja de plástico dentro de la que un payaso puede reproducir una tonada infantil con sólo girar una pequeña manivela.

Algunas noches sus padres se quedaban mirando a la niña dormida bajo la colcha afelpada y se hacían preguntas cuyas respuestas apuntaban hacia el futuro. “¿Te imaginas a Sandra ya grande? ¿Crees que vaya a ser alta o chaparrita? Y luego venía la invariable confesión materna: Dice que quiere crecer pronto y mucho para alcanzar sus juguetes cuando se los quite y los ponga encima del ropero. La ocurrencia provocaba risa a la pareja que al fin apagaba la luz y salía de puntitas para no robarle a la niña ni un minuto del sueño: Dormida parece una muñeca.

IV

El dolor de la ausencia no se desgasta. Está vivo, recién sa-lido de la desesperación, abrasador como el día en que la niña desapareció sin dejar huellas. Uno veinte de estatura. Pelo castaño... La esperanza de recuperarla sigue presente, pero ha empezado a resquebrajarse. Por las fisuras a veces se filtran los reproches.

–Pero, ¿cómo se te ocurrió permitirle ir a la tienda?

–Queda a la vuelta, eran las once de la mañana. A esas horas hay muchísima gente en la calle, ¿qué podía pasarle?

–Debiste ir con ella.

–¡Ya deja de decírmelo! ¿Quieres volverme loca? ¿No te das cuenta de lo mal que me siento?

–No eres la única que sufre. Soy su padre. Sabes cuánto la quiero... Si no aparece me pego un tiro.

–¡Qué fácil, no! Y entones yo ¿qué? Piensa un poquito en mí. Si tú no me das fuerzas entonces ¿quién? Abrázame fuerte. Juntos vamos a pedirle a Dios que nos traiga a la niña, que nos la devuelva sana y salva. Están pasando tantas cosas horribles a las criaturas...

–Si lo sabías, ¿cómo se te ocurrió dejarla salir sola?

–Te lo he dicho mil veces. ¿Tengo que repetírtelo otra vez? Si lo que quieres es lograr que me sienta culpable, lo estás consiguiendo... Para que estés contento gritaré que soy culpable de todo, que fui una estúpida, una mala madre. Y no me pidas que me calme. No puedo. No quiero que amanezca. Sufro cada día más.

–El dolor causado por la ausencia de la niña sigue vivo, crece, sangra por esas dos rayitas marcadas en la pared. Ocho de enero. Cuatro centímetros más. ¡Cuatro!