stá semana ardiente se cumplen 50 años de aquella otra semana en la que ‘‘miembros del Ejército dispararon un terrible bazucazo en la puerta colonial barroca número uno de la Escuela Nacional Preparatoria en San Idelfonso, labrada en el siglo XVIII y que había sobrevivido a las guerras de Independencia, Reforma y Revolución, y donde, cien años antes, el presidente Benito Juárez había inaugurado la Escuela Nacional Preparatoria” ( Gaceta de la UNAM).
Horas después el rector en esa época de nuestra casa de estudios, Javier Barros Sierra, iza la bandera nacional a media asta por la violación a la autonomía universitaria y las heridas recibidas como consecuencia de la rudeza innecesaria del gobierno. Crueldad en el sentido que ha escrito el filósofo Jacques Derrida; sin sangre.
En sus memorias el presidente Díaz Ordaz niega el bazucazo y afirma que la puerta fue derribada a ‘‘recargones”, recreando la crueldad (escuchado en el programa de Ciro Gómez Leyva, canal 121).
En su espléndido libro Los tarahumaras, Antonin Artaud (Barral Editores, Barcelona, 1972) enfatiza la danza de la crueldad. ¿Qué más crueldad que el hambre, la hambruna? Ritma esa reconstrucción que trata de encontrar un lugar opuesto a la civilización occidental. La realidad no está constituida todavía porque los órganos verdaderos del cuerpo no están todavía compuestos y situados.
Creo que ‘‘El teatro de la crueldad” acaba ese emplazamiento y acomete una nueva danza del cuerpo del hombre; una nada coagulada. En el silencio de las palabras es como mejor podemos escuchar la vida. Sintaxis que regula el encadenamiento de las palabras, gestos que no serán ya gramática de la predicación ni lógica del espíritu claro.
Las huellas inscritas en el cuerpo ‘‘el hambre” –en la Universidad– no serán incisiones gráficas, sino heridas recibidas en la destrucción de Occidente. Su metafísica estigmas de una implacable guerra. ‘‘El estigma y no el tatuaje: así, en la exposición de lo que habría tenido que ser el primer espectáculo del teatro de la crueldad’’ (‘‘La Conquista de México”), que encarna la ‘‘cuestión de la colonización”, y que habría ‘‘hecho revivir de manera brutal, implacable, la siempre viva fatuidad de Europa” (El teatro y su doble, IV, p. 152), el estigma sustituye al texto: ‘‘De este choque del desorden moral y la anarquía católica con el orden pagano, pueden surgir inauditas conflagraciones de fuerzas e imágenes, sembradas aquí y allá de diálogos brutales. Esto a través de luchas de hombre a hombre que llevan consigo, como estigmas, las ideas más opuestas” (A. Artaud). ‘‘La palabra soplada en la Escritura la diferencia’’ (J. Derrida, Anthropos).
Se habla de la crueldad que ejercen los poderosos sobre los débiles en truculento juego sadomasoquista, pero no se puntualiza que el hambre es quizá la peor de las crueldades que podemos infligir al otro. Negar al individuo la posibilidad de acceder a la más primaria de las necesidades biológicas es el peor de los crímenes. –¿Y la cultura?– Aunadas hambre y desesperanza los sujetos pierden la dimensión humana y se lanzan a matar o morir en fallido intento por escapar a la infrahumana calidad de vida. Se requiere ahondar en el estudio de la crueldad humana (la colonización) como hacen Artaud y Derrida sus variantes, sobre todo en aquella (¿la Conquista de México?) que conduce a someter al semejante a una muerte lenta, agonía prolongada, muerte por hambre y depauperación no sólo del cuerpo, sino también del espíritu que se repite y nulifica la anterior.