l año pasado Manuel Castells publicó un texto que merece particular atención. Lleva un título que registra, de manera emblemática, uno de los síntomas centrales de los tiempos que corren: Ruptura. La crisis de la democracia liberal (Alianza, 2017). Su tema, la rápida erosión de las democracias occidentales a partir del colapso de 2008, responde no sólo a una de las preguntas más actuales de la sociología, sino al impasse o la ostensible desorientación que entrecruza a las narrativas que dan cuenta de la historia y la condición política contemporáneas. Castells analiza, de manera pormenorizada, el raudo deterioro de la vida democrática que distinguió en la década anterior a tres sociedades en las que ese deterioro era, hasta hace poco, inconcebible: España, Francia y Estados Unidos.
En España, la era de Rajoy trajo consigo no sólo el desmantelamiento del complejo tejido que permitió durante décadas encontrar soluciones plurales al dilema de las autonomías, sino un cúmulo de compulsivas restricciones a derechos y libertades acotadas cada vez más por el síndrome del Estado de seguridad
. Restricciones emanadas, en parte, como respuestas a las amenazas del terrorismo, pero, sobre todo, como medidas para desmovilizar la capacidad organizativa de la ciudadanía.
En Francia, el colapso de los partidos tradicionales –que dominaron la escena pública desde el fin de la II Guerra Mundial– desembocó en una coalición tan profusa como difusa. Y en particular: un poder ejecutivo sobredimensionado, que ya había adquirido atributos extralegales en los años que combatió a la revuelta de la Banlieue y en las leyes de excepción que siguieron para justificar la lucha contra las redes del terrorismo.
Y el caso de Estados Unidos, acaso el más paradigmático. Una figura como Trump, que a cada paso pone en entredicho la viabilidad de los equilibrios que, hasta la fecha, han obstruido en Estados Unidos la emergencia de un poder que inhabilite (o reduzca al mínimo) la división de poderes. La peligrosa antesala de una presidencia oligocrática
(con Trump o ya sin él).
No es la primera vez que la democracia liberal pasa por un trance. Sucedió también en los años 20 como antesala de la emergencia de los regímenes fascistas. Y sin embargo, en la actualidad las cosas parecen del todo distintas. Líderes y organismos (como la Comisión Europea, que define la cartografía económica del Viejo Continente), cuyas decisiones y políticas escapan a cualquiera de las esferas públicas y de validación democrática, parecen coexistir perfectamente con sistemas electorales que los legitiman, una relativa pluralidad en la opinión pública y democracias convertidas en meras fachadas.
¿Cómo explicar este fenómeno?
Habría acaso que establecer una distinción, muy característica de la historia del siglo XX. En el periodo de la posguerra, después de 1945, las democracias liberales de los años 20 fueron sustituidas por una nueva forma social: la democracia societal. Es decir, esa conjunción que logró reunir a un orden representativo con la emergencia del Estado de bienestar. Y sólo hasta la decada de los años 90, en que el discurso de los mercados se extendió a todos los intersticios de la sociedad, reapareció de nuevo el paradigma de la democracia liberal. Léase: un régimen representativo dedicado a legitimar las formas más extremas del capitalismo. La misma conjunción que desembocó en terribles catástrofes a principios del siglo XX, parece (una vez más) destinada a desembocar en nuevos y, ciertamente, inéditos regímenes de excepción.
Si se aspira al mínimo rigor, ¿no habría acaso que empezar por delimitar el concepto mismo de democracia? Se trata evidentemente de regímenes parlamentarios, pero dominados cada día más por los poderes fácticos de las franjas financieras de mando, de Estados cada vez más policiacos y técnicas de control de la ciudadanía cada vez más sofisticadas.
Robert Dahl sugirió definir a este tipo de órdenes como poliarquías parlamentarias (una suerte de paráfrasis del absolutismo parlamentario que dominó a Europa en el siglo XVIII). Es decir, seudodemocracias controladas por una oligocracia financiera e industrial, que no requieren ya de las formas de consenso basadas en el pluralismo y la diferenciación ideológica y política. Sus exponentes se encuentran en todas partes: los derrocados Berlusconi y Rajoy, Trump, Putin, por supuesto, y si se mira hacia América Latina, Calderón y Peña Nieto en México y Temer en Brasil. ¿Es este el destino que aguarda a la democracia liberal?
La otra pregunta sería la de una salida disyuntiva: así como hubo un New Deal en los años 30, que apartó a Estados Unidos de la catastrofe del fascismo, ¿no son los Bernie Sanders o la coalición que gobierna a Portugal en la actualidad indicios de una opción que inhabilite a las presidencias oligocráticas?