Domingo 12 de agosto de 2018, p. a16
Amélie Nothomb, una de las autoras en lengua francesa más populares y con mayor proyección internacional, vuelve a reinventar un cuento de Perrault en Riquete el del Copete, libro cuya edición en español circula en librerías. La narradora penetra en ‘‘las incertidumbres de la infancia y la adolescencia’’ y explora ‘‘la diferencia y las dificultades para adaptarse al mundo de quienes son singulares’’. Con autorización de la editorial Anagrama, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta obra publicada en francés en 2016
Encinta por primera vez a los cuarenta y ocho años, Énide esperaba el parto como otros esperan en la ruleta rusa. Sin embargo, se alegraba de aquel embarazo que llevaba tanto tiempo deseando. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba en el sexto mes.
–¡Pero, señora, si ya no le venía la regla! –le dijo el médico.
–A mi edad, me parecía normal.
–¿Y las náuseas y el cansancio?
–Nunca he tenido buena salud.
Al médico no le quedó más remedio que admitir que el tamaño de su barriga, apenas redonda, tampoco era muy significativo. Énide pertenecía a esa generación de mujeres tan pequeñas y gráciles que nunca acaban de parecer mujeres y pasan brutalmente del estado de adolescentes al de jovencitas viejas.
Aquella mañana, en el hospital, a Énide le temblaban las rodillas. Sentía que se avecinaba una catástrofe y que no podía hacer nada para evitarla. Su marido la cogía de la mano.
–No voy a conseguirlo –dijo ella.
–Todo irá bien –la animó él.
Pero no se lo creía en absoluto. Durante su embarazo, Énide no había engordado ni un gramo. Le aseguraron que el bebé vivía en su vientre. Pero había que ponerle mucha imaginación para creerlo.
El médico anunció que practicaría una cesárea. Era la única posibilidad. A los esposos les tranquilizó saberlo.
Ya sabían que era un niño. Énide lo consideró un regalo de los dioses y quiso llamarlo Déodat.
–¿Y por qué no Théodore? Significa lo mismo –dijo su marido.
–Los mejores hombres del mundo llevan un nombre acabado en ‘‘at’’ –respondió ella.
A Honorat no le quedó más remedio que sonreír.
Cuando los padres vieron al bebé por primera vez, cambiaron brutalmente de universo. Parecía un anciano recién nacido: con arrugas por todas partes, los ojos apenas abiertos, la boca hacia adentro; era repulsivo.
Petrificada, a Énide le costó recuperar algo de voz para preguntarle al médico si su hijo era normal:
–Está perfectamente, señora.
–¿Y por qué tiene tantas arrugas?
–Está un poco deshidratado. Eso se arregla enseguida.
–¡Pero es tan pequeñito, y tan delgado!
–Se parece a su madre, señora.
–Venga, doctor, pero si es horrible.
–Sabe usted, nadie se atreve a decirlo pero los bebés casi siempre son feos. Le aseguro que este me causa una buena impresión.
Una vez solos con su hijo, Honorat y Énide se resignaron a quererlo.
–¿Y si lo llamáramos Riquete el del Copete? –sugirió ella.
–No. Deódat es perfecto –dijo el padre primerizo sonriendo animoso.
Por fortuna, tenían poca familia y pocos amigos. No obstante, tuvieron que soportar visitas en las que la buena educación no logró disimular la consternación. Énide se fijaba en el rostro de quienes veían a su pequeño por primera vez: y lo pasaba fatal al constatar cómo se estremecían de repulsión. Tras un martirizante silencio, los visitantes se aventuraban a proferir comentarios de torpeza variable: ‘‘Es el vivo retrato de su bisabuelo en el lecho de muerte.’’ O: ‘‘¡Menudo cabezón! En fin, para un niño no es tan grave.’’
Pero la que llegó más lejos fue la malvada tía Épziba:
–Pobre Énide, ¿te estás recuperando bien?
–Sí. La cesárea fue muy bien.
–No, me refiero a si te estás recuperando de haber tenido un hijo tan feo.
Destrozados, los padres regresaron a su casa y se enclaustraron allí.
–Querido –le dijo la madre a Honorat–, júrame que no recibiremos más visitas.
–Te lo juro, mi amor.
–Espero que Déodat no haya notado nada de la amargura y la maledicencia de toda esta gente. Es tan bueno... Ha intentado mamar y al ver que no lo conseguía me ha sonreído, como si quisiera decirme que no importaba.
‘‘Está perdiendo el juicio’’, pensó el padre. Énide siempre había sido de una fragilidad extrema, tanto física como psicológica. Con quince años la habían expulsado de la escuela de ballet de la Ópera de París por un motivo hasta entonces insólito en la historia de la institución: exceso de delgadez. ‘‘No sabíamos que fuera posible’’, sentenció la examinadora.
Al medir un metro cincuenta, la joven no podía soñar con convertirse en modelo. Había logrado sacarse el bachillerato por los pelos. La principal razón por la que los profesores le habían concedido el título era porque apostaban por su carrera como bailarina principal.
Énide no se atrevió a anunciarle a su familia que había fracasado y cada mañana iba a las escaleras de la Ópera y se quedaba sentada allí, postrada hasta el anochecer. Fue allí donde Honorat, por aquel entonces aprendiz de cocina de la escuela de danza, se fijó en ella. Aquel chico de diecisiete años, de cuerpo y mente esféricos, se enamoró con locura de aquella criatura indefensa.
–Podrías encontrar algo mejor que una candidata al suicidio –le había dicho ella.
–Cásate conmigo.
–No doy la talla.
–Entre los dos la damos.
Como tampoco tenía ningún otro destino que cumplir, la chica acabó aceptándolo. Por lo que respecta a la boda, el Código Napoleónico seguía vigente entonces: la edad mínima era de quince años para las chicas y de dieciocho años para los chicos. Tuvieron que esperar un año y los dos adolescentes se casaron en la iglesia de Saint-Augustin.
Fueron muy felices. Énide fue la primera sorprendida al comprobar que no tardaba en enamorarse con locura del chico esférico. Su bondad y su paciencia a toda prueba la impresionaron. Ascendió rápidamente en el escalafón y se convirtió en jefe de cocina de la escuela de ballet. Las alumnas más jóvenes no dejaban de instarle a que utilizara menos mantequilla y nata en sus platos, por más que Honorat les jurase que hacía mucho tiempo que había dejado de comprar esos ingredientes.
–Y entonces, ¿por qué la comida está tan rica? –se sublevaron las jóvenes bailarinas.
–Porque la preparo con amor.
–¿El amor engorda? ¡Usted es muy esférico!
–Es mi naturaleza. Pero fijaos en mi esposa y comprobaréis como el amor adelgaza.
El argumento era falaz, ya que Énide siempre había sido la delgadez personificada. Pero sirvió para tranquilizar a las alumnas, que aceptaron al cocinero por abrumadora mayoría.
Se esfumaron más de treinta años en un ambiente de felicidad tan absoluta que los enamorados apenas se dieron cuenta de que pasaban. A la esposa solía entristecerle no haber tenido hijos. Honorat la consolaba diciéndole: ‘‘Nosotros somos nuestros hijos.’’
En efecto, vivían como críos; desde que salía de la cocina, él se apresuraba a reunirse con su mujer. Juntos jugaban a las cartas o al parchís. Cuando la feria se instalaba en el Jardín de las Tullerías, pasaban horas y horas allí. La caseta de tiro era su preferida, por más que ambos fueran los tiradores más ineptos del mundo. Cuando se sentían mareados de haber dado demasiadas vueltas en la noria y haberse hartado de algodón de azúcar, regresaban a la Ópera dando un paseo cogidos de la mano.
Énide no tenía muy buena salud, pero tampoco hubiera sabido qué hacer con ella. Sus enfermedades, de una elegante inocuidad, eran celebradas como las de los niños (...)