ntras inopinado, al azar, un camino de tierra y pasto flanqueado por una vegetación mediana que cubre la campiña, atravesada por el camino que acabas de tomar y lo andas como si lo conocieras, como si supieras a dónde vas o a dónde conduce la brecha. Ingrávidas reinan las flores sobre todas las cosas. Así, genérico el término. Silvestres, listas como un perro callejero, frágiles como las mariposas, a merced de los polinizadores, sean abeja, mosquillo o colibrí, y los gusanos que devoran los tallos y las hojas que las hacen y sostienen. Las flores amarillas, blancas, violeta, sanguíneas, rosáceas, azul celeste, corren tanto o más peligro que los insectos volátiles, celestes o subterráneos, seres que caminan, saltan, trepan, se arrastran, penetran, se entierran, seres que desafían las gigantescas corrientes del aire y milagrosamente vuelan.
El calor sube del suelo y viene del sol. Una escandalera incansable de chicharras en las ramas, brinque y brinque ansiosas de hacer oír. Por esa razón pueden encontrarse en el centro mismo del ruido que su masa poblacional produce y no enterarse. Se escuchan a sí mismas, son sordas o como si lo fueran, prestan atención al sonido elemental de su propia existencia. Se ensimisman y aturden, parecen gente.
Delgadas espigas de plata acarician el dorso de tus manos, adhieren semillas y pelusa a las valencianas de tu pantalón. El polen liberado en demasía te provoca una andana de estornudos y alguna irritada exclamación de alivio.
Te entregas a un reino de pequeñas cosas, diminutos seres sin valor en el mercado, salvajes, irreflexivos, impredecibles para entomólogos, botánicos y geólogos que vienen y clasifican, que nombran como los poetas, describen precisos pero ayunos de intención y gracia. Te inunda el aroma colectivo que se aglomera con ansias las puertas de tu nariz y te provoca la boca con oleadas invisibles de pura dicha. Fugaz, impráctico, deleznable al igual que las especies que los consumen, las que estallan su paleta prodigiosa a medias de la atmósfera y nada pasa salvo tus pasos insensatos en los montículos de polvo y grava que desmenuzan tus plantas. Unos segundos callan los grillos estentóreos y escuchas claramente la respiración apacible de las flores.
2. Saltabas los campos, deslizabas tu cuerpo inmediato en el lodo, la ley de la gravedad se extraviaba en un flotar de dientes de león a merced de los cuatro rumbos del viento, a la Larrousse. Trepabas los robles, sobre troncos caídos de dudosa reputación desafiabas cañadas y ríos, te untabas musgo en las rodillas, te sangraban los dedos, los codos y los labios.
Te urgían los peñascos, cogido de sus lomos milenarios contemplabas la peligrosa perversidad de los segundos, a riesgo de perder la integridad física y la función, si no es que la vida, eras demasiado joven para saberlo.
Así fue el día que metiste la mano en un avispero oculto en una junta de los grandes tubos llevándole el agua del Lerma a la ciudad. Debió dolerte y humillarte tanto que lo recuerdas como una lección grave y permanente. La intemperie, la vegetación y cierta fauna, los fenómenos meteorológicos, la calidez del sol y el frío nocturno que tocaba la marimba con tus huesos eran parte de la vida y de tu tiempo. Hijo de la madre naturaleza, si de alguien, tú que no eres quién, en polvo y polen eras nada y te bastaba.
3. Las nubes cobalto del atardecer te aconsejan formas. Siluetas de una negrura también azul. Nubes rezagadas, de pronto color plomo desgarrándose en el horizonte, antes de desaparecer en el negro uniforme y justiciero de la noche definitiva.
4. Pude entonces ver la gran vastedad del océano dispuesta a engullir y reducirme a la nimiedad de mi breve ser y mi pequeña existencia. Caer ahí no sería morir sino reintegrarme al magma original donde nada es todo, y la totalidad uniforme, singular y azul tan profunda como pueda, espesa y primordial como sólo el agua llega a ser.
La cresta blanca interminable, las costas subrayadas por la espuma, revoltura de aire, materia orgánica en proceso eterno de evaporación y nacimiento. La solitaria impaciencia del mar, lo único que existe. Yo y lo humano somos un accidente ínfimo del que poco le cabe esperar al mar que no perdona. El imperdonable mar. Si existiera un dios, alguna verdadera potencia primordial, sería éste y todos los océanos juntos, mi sed de mar cuando nada fuera de él es real en realidad.