pesar de que la comprendo, me parece que Clarisa se atormenta por trivialidades, como las que registra al final del número de la foja de La Voz Brava que, a su manera imprevisible, apareció hoy, plegada a lo largo en triple doblez, debajo de la puerta de mi casa. Si no fuera porque subir a Brava implica un gran esfuerzo sobre todo físico para mí, me animaría a llegar y reconfortarla, aunque sólo fuera con mi presencia, desde la mesa del rincón del Café Bravo. Por una vez me sentaría con la espalda contra la ventana, por una vez me concentraría en ver a Clarisa, detrás del mostrador, o acercarse a alguno de los parroquianos, no tanto para ofrecerle más café o una pieza de pan recién horneado, como para entablar con él algún diálogo, breve, lejos de trascendental. La he visto enfrascarse en esta actividad, no sin recelo, pues, a la fecha, yo no he tenido la suerte de que me elija a mí como interlocutor, quizá porque no pertenezco a su clientela más frecuente. En todo caso, subiría y procuraría encontrar su mirada, transmitirle con mi expresión un consuelo, nada particular, sencillamente humano. Así es la vida, querida Clarisa; no hay nada qué hacer sino entrecerrar los ojos, contener las palabras, las dudas, los sollozos que abultan tu espíritu, aguantar y seguir adelante, como señalan los optimistas o realistas o sabios que hay que hacer, a manera de práctica diaria, continua, sin interrupción. Día y noche, querida Clarisa, hay que mantenernos sólo apenas atentos, lo más callados posible, aun dormidos, aun si para alcanzar este estado ideal de existir tuviéramos que dejar de soñar.
Pero a juzgar por estas recomendaciones que surgieron de mi interior sin proponérmelo, parecería que el comentario de Clarisa que las provocó no fuera nada trivial después de todo, y que más bien hubiera tocado el punto más sensible en mí, el más difícil de afrontar. Ese cuestionamiento que nos hacemos cuando nuestro ánimo tiende a apagarse, ese cuestionamiento acerca de la finalidad de la existencia. Para el caso, el comentario de Clarisa, por trivial que me hubiera parecido en un principio, si originó en mí estas reflexiones, quizá se deba a que me hubiera yo adentrado tanto en su esencia que, finalmente, lo que hubiera visto en él no fuera ninguna exageración, sino más bien la justificación misma de mis reflexiones.
De cualquier modo, en esta ocasión las protestas de Clarisa se refieren al cambio extremo que percibe en la comunicación el día de hoy y que a ella la lleva a sentirse aislada, encapsulada y como sitiada en el mundo, entre la humanidad. Y sería natural que, quien leyera en La Voz Brava el comentario suyo al que aludo, y a continuación leyera estas líneas en las que a mi vez lo comento yo, considerara mis conclusiones, más que exageradas e improcedentes, totalmente desacertadas. Sin embargo, me atrevería a sugerirle que rectificara su parecer pues, en su desesperación, hoy me identifico más que nunca con Clarisa. Lo cierto es que las tribulaciones presentes de Clarisa se debieron a la reveladora experiencia que tuvo con la Notaría en la que, meses atrás, había hecho y pagado su testamento.
El asunto puso de manifiesto precisamente este problema de comunicación que ella tiene, en particular en la actualidad, y que la orilla a retraerse y, al fin, preguntarse qué está haciendo en dónde está y entre quienes está, pues, así como ella cada vez entiende menos a los demás, los demás cada vez la entienden menos a ella.
Recibió una carta de la asistente del notario (plagada de errores gramaticales) en la que, con un inusitado tuteo, le cobra un adeudo. Como Clarisa no reconoce la reclamación, le demanda a la secretaria aclarársela. Pero la explicación de la asistente, que resultó altamente improbable y en cualquier caso imprudente, fue lo que con razón rebasó el límite de tolerancia de Clarisa Landázuri, que la transcribe: Me refería a un cliente que se llama exactamente como usted
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