a medida de la inteligencia humana con los métodos de las estadísticas científicas, efectuadas por los mejores especialistas, lleva más a plantearnos cuestiones inquietantes y menos a ofrecernos respuestas optimistas. En la actualidad, un nuevo fenómeno se propaga en el mundo: la revolución numérica. Esta innovación representa a primera vista un incontestable progreso de la técnica, pero como sucede con otros progresos tecnológicos, conviene examinar tanto las ventajas como los inconvenientes. Es toda la ambigüedad de la palabra progreso: le ocurre poder aportar lo mejor como lo peor.
Por ejemplo, la revolución numérica, última creación de la inteligencia científica, que se instala poco a poco en todos los dominios, ha obtenido ya ciertos resultados: cada día en más estaciones de ferrocarril en Francia, las taquillas donde se vendían los boletos de tren han sido suprimidas: ninguna necesidad de ventanillas y empleados cuando es posible reservar sus boletos por Internet, aunque para hacerlo sea necesario disponer de este moderno servicio. Cuestión secundaria que no preocupa mucho a los promotores de la revolución numérica, a quienes inquietan muy poco los malaventurados que no están a la moda de los últimos descubrimientos y avances de la técnica moderna. Tanto peor para estos retrógrados si se ven condenados a vivir en un mundo cuyas nuevas reglas de comunicación escapan a su entendimiento. En ocasiones, el progreso puede ser feroz cuando no tiene en cuenta que son seres humanos quienes son los beneficiarios o las víctimas.
Con la instalación de la revolución numérica, la comunicación entre los miembros de una misma sociedad ha cambiado: si usted tiene necesidad de pedir una información cualquiera a una empresa, nacional o privada, toma usted su teléfono y ya no es un empleado quien responde, es una máquina. Para empezar, la voz grabada le pide esperar y le envía algo de música para ‘‘ayudarlo” a esperar sin perder la paciencia. Las máquinas son a la vez neutras e indiferentes, pero están siempre muy ocupadas. Esto podría hacer añorar la época cuando una verdadera persona respondía a su llamada. Si va usted de compras a un supermercado, cuando llega a la salida, después de haber cargado su carrito de compras, no se asombre si no ve ninguna cajera para registrar el precio de sus productos y darle la cuenta: una máquina registra sus mercancías y sólo necesita usted introducir en un aparato su tarjeta de crédito para pagar. Cabe observar que este sistema suprime cada vez muchos puestos donde antes trabajaban empleados ahora sustituidos por robots, sin duda menos costosos que el trabajo humano, y que así esta revolución numérica favorece el aumento de las ganancias de las más grandes empresas.
El mundo imaginado por Orwell en sus novelas de anticipación, como 1984, parece realizarse más y más cada nuevo día. La invención del personaje de Big Brother no es el menos inquietante de los hallazgos de este gran y pesimista visionario. Su obra nos recuerda que tenemos el deber de interrogarnos sobre el sentido y las consecuencias de todo progreso. Hoy, los ecologistas se preguntan sobre el porvenir del planeta, gravemente amenazado por la acción industrial de quienes sacan provecho de su explotación sin obedecer a las leyes de la naturaleza. Aquí también, conviene interrogarse sobre lo que distingue al verdadero progreso de su opuesto más radical, la carrera por el poderío, el dominio y el aumento voraz de ilimitadas ganancias.
Ante esta visión de un mundo robotizado, donde Big Brother es remplazado por un teléfono celular espía de su dueño y donde las máquinas dictan nuestros actos, no cabe asombrarse de la baja de los coeficientes intelectuales (IQ) en las naciones más industrializadas, ni de una inteligencia que parece superior en pueblos donde los hombres aún no obedecen a los programas de sofisticadas máquinas, libres de imaginar a su antojo los sueños.