Situación extrema en la unidad deportiva
El alcalde afirmó que no se gastará el dinero de la ciudad en los migrantes
Jueves 29 de noviembre de 2018, p. 18
Tijuana, BC. Como buen médico veterano, Alberto Blasio gruñe por tener que inyectar a Ángel Zelaya, de siete años, si no ha comido nada desde ayer. Llega a su consulta de beneficencia con fiebre, anginas como canicas y encima es asmático. Olga, su madre, igual de enferma, le explica que el niño, que a simple vista ha perdido peso en las semanas recientes, no desayunó porque las raciones que reparten en el albergue de la Zona Norte, donde se hacinan más de 6 mil desplazados del éxodo centroamericano, no alcanzan ya.
Hasta el consultorio del doctor Blasio llega este pequeño atisbo de la situación desesperante que se vive en la unidad deportiva Benito Juárez, un verdadero campo de refugiados en extrema precariedad que el alcalde panista Juan Manuel Gastélum –quien gusta lucir una cachucha con la que emula a su admirado Donald Trump con la leyenda Make Tijuana great again
– ha dejado hundir en la insalubridad y el hacinamiento, alegando que no va a gastarse el dinero de los tijuanenses
en ayudar a los cerca de 7 mil centroamericanos que han llegado a esta ciudad de migrantes y que él ha llamado “drogadictos, narcos y groseros”.
El médico sale despotricando contra los políticos corruptos que se roban todo el dinero
y regresa minutos después con todo lo necesario para cubrir el tratamiento de sus dos pacientes, de quienes no acepta ni un peso de pago. ¡Faltaba más!
Y vuelve a regañarlos con toda generosidad: Pero eso sí: si no comen, no se van a curar
.
Olga, la madre, le responde en voz baja: Trataremos...
Antes de las nueve de la mañana y otra vez a la una de la tarde, los periodistas de todo el mundo que han venido a cubrir la crisis de los migrantes en Tijuana se forman para poder ingresar al virtual campamento de refugiados que se ha formado dentro de la unidad deportiva Benito Juárez. Tienen una hora para recorrer el lugar y constatar y registrar cómo día a día la vida diaria se deteriora. Agotado el plazo, personal del municipio empieza a perseguir a los periodistas marcándoles los segundos para sacarlos de ahí. “Tienes un minuto para salir: contando…”, rezonga sin rastro de cortesía una de estas empleadas.
Ya no hay pasillos para caminar entre las champas. Según el registro oficial, 6 mil 62 personas se albergan ahí, entre ellos mil 23 niños. Pero fuera del albergue, en plena calle, duermen cerca de mil migrantes más, que llegaron en las horas recientes de los refugios de Mexicali. Ellos traen su propia cuota de niños. Para ellos ya no hay cupo y ya no cuentan en la estadística.
Docenas de chiquillos con las caras sucias corretean entre la basura. Otros dormitan al sol o languidecen ya sin energías. Las autoridades municipales, responsables del albergue, intentan impedir que los periodistas tomen fotos de los menores: para protegerlos, dicen.
Las ollas de café caliente y las canastas de pan se vacían en pocos minutos. Los platos de frijoles y arroz se acaban sin que se haya repartido alimentos a todos. Desde lejos el área de sanitarios y regaderas agrede el olfato. El agua negra ya escurre hasta las carpas.
En los corrillos, detrás de los cobertores que no logran apagar las voces, cada vez se escuchan más conversaciones sobre los precios de los polleros, las posibilidades de burlar a la Patrulla Fronteriza y colarse a Estados Unidos, aventurarse por la ciudad y rentar entre varios un cuarto. Retorno, refugio, asilo… No todos entienden los alcances de cada alternativa ni las consecuencias que podría tener en sus vidas elegir alguno de estos caminos.
Y las broncas y peleas ocurren cada vez más seguido. Además, el miedo cada vez es más palpable. En la calle, en la radio y la televisión el discurso antimigrante va subiendo de tono. La gente se exaspera, se desespera y estalla. La unidad deportiva Benito Juárez es un polvorín.