l torero español Antonio Ferrera fue una revelación hacia lo interior, por otra carne, piel, instintos, deseos y manera de tocar capote y muleta. El mundo con el abandono como norma y la tibia como inspiración en que se apoya en antiguas faenas que vivían unidas en furiosa naturalidad, identificación con la muerte y comunión con el misterio.
El torear de Ferrera al toro Abuelo de Santa Bárbara, de encastada nobleza, fue desdoblamiento, desgarre sicológico, cercanía permanente con la muerte, que venía del interior, vivencias en las sombras, maldita y temida preyorada y desde dentro se transmitían en variedad de sentimientos hijos del calor interiorizado y transmisor en que se percibía su magnetismo.
Que no surgía, se daba pero que al darse ubicaba y definía una ansia de ser divorciada del mundo exterior. Chocaba brutalmente porque fue un torear trágico, juego con la muerte, lo desconocido, magia como pensamiento de eternidad, la más hermosa y terrible visión sobre la tierra.
Torear triunfal en sus dos toros con capote y muleta: espíritu soñador de muerte que fue vida, sentir de huecos y dolor de estómago acompañado de vacíos de principio a fin, pena expresada como coro de voces que lo vitorearon y sacaron en hombros de la monumental plaza México.
Saber de toda la vida del torero español: el toreo es magia y la magia es muerte, tocarse y tocar, pasión interna, paciencia infinita para esperar la entrega de sus toros, ardor de la sangre en tiempos circulares, seguidos y sin prisa. Espacio de un extraño instinto que tenía la elegancia suprema de la naturalidad; forma íntima de búsqueda y holganza, mirar hacia dentro sosegadamente y graduar el tono de las hormonas en calma. Simplicidad que es perpetuidad de lo ligero, vivencia de invasión sensitiva, sonidos que se volvieron tacto y pálpito.