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60 años: el ejemplo cubano
L

a derecha sin ideas (¿dónde están quienes combatían al marxismo con base en Dilthey, Bergson, Croce, Ortega…?) que supone que la caída del modelo soviético es el fin de la historia (el triunfo eterno del capitalismo), descalifica todo proyecto que no se ajuste al canon neoliberal como comunista. Nada tiene de comunista un proyecto como el de Morena que no se plantea suprimir la propiedad privada de los medios de producción, sino alentarla, pero hablemos de comunismo. Reitero que hay que volver a poner en el centro de la discusión pública la economía política y recuperar, tras una despiadada crítica histórica, la idea del comunismo.

Advirtiendo que no tenemos intención ninguna de repetir el experimento cubano, en estos días que se cumplen 60 años del triunfo de la revolución, hay que recordar, más allá de las críticas de moda, que esa revolución fue un ejemplo en muchos sentidos. Quiero recordar dos.

El primero es elemental: una isla bajo asedio, sin recursos minerales ni energéticos, con población escasa y mayoritariamente rural, que en pocos años logró lo que parecía un milagro en América Latina: en sólo un año (1961, año de la educación), el porcentaje de analfabetos pasó de 23.6 por ciento a 3.9 por ciento y pocos años después, Cuba fue declarado por los organismos internacionales, libre de analfabetismo. Pensar en un país bajo asedio en que se desterró la desnutrición y en que todos los niños iban a la escuela, era un milagro. Pensemos que México tiene hoy una tasa de analfabetismo mayor que la de Cuba en 1962.

Pero el ejemplo cubano también fue un ejemplo de interpretación de la historia: durante el régimen de Stalin, el movimiento comunista se convirtió en una religión seglar que creó una auténtica iglesia con sus dogmas, sus rituales, su jerarquía y su inquisición (E. Teray). Para América Latina, esos dogmas (traducidos por Earl Browder o Vicente Lombardo Toledano, entre otros), esas leyes de la historia (tan ineluctables como las leyes del mercado en que creen los neoliberales), dictaban que en los países de economía subdesarrollada, semifeudal, que aún no habían desarrollado al máximo las potencialidades del capitalismo industrial, la revolución socialista era imposible. Intentarla, contraproducente.

Los estrategas de los partidos comunistas latinoamericanos decidieron que nuestros países estaban en esa situación y resolvieron que los comunistas debían impulsar la revolución democrático-burguesa, aliándose con la burguesía nacionalista para combatir al imperialismo y a la oligarquía terrateniente. Esa alianza (llamada frente popular por la Internacional Comunista de Stalin), debía establecer un gobierno nacional-popular que realizara la reforma agraria, la expropiación de las trasnacionales de los sectores estratégicos, la legalización de los partidos obreros y una política exterior independiente. Hecho eso, la revolución socialista llegaría ineluctablemente.

El triunfo de la revolución cubana acabó en esa lectura de la historia. Y posteriormente, el Che Guevara teorizó sobre ello: para el Che, ese esquema no sólo tenía el pecado del mecanicismo (en doble sentido: la ineluctabilidad de la Revolución; la ineluctabilidad de las etapas del desarrollo histórico): además, surgía de una lectura equivocada de la burguesía latinoamericana: la experiencia cubana mostró una burguesía que prefería la sumisión al imperialismo que la revolución democrático-burguesa.

Contra ese esquema, el Che planteaba que no son los hombres, los que hacen la revolución, es decir, que ésta no es un resultado de las leyes de la historia, sino de la acción de los revolucionarios. Así refutaba el Che las lecturas mecánicas del marxismo, cuyo exponente más importante en Latinoamérica era entonces Vicente Lombardo Toledano. Regis Debray dijo en un famoso libro (Revolución en la revolución) que una de las grandes lecciones del ejemplo cubano es que la revolución es posible. De ahí el célebre aforismo guevarista, El deber de todo revolucionario es hacer la revolución.

Además, como todo verdadero revolucionario, el Che proponía cambiar al hombre. Dice Michel Löwy (El pensamiento del Che Guevara): Para él también, la tarea suprema y última de la revolución era crear un hombre nuevo, un hombre comunista, negación dialéctica del individuo de la sociedad capitalista, transformado en hombre-mercancía enajenado o capaz de convertirse, gracias a la maquinaria imperialista, en un animal carnicero. La transformación radical de la sociedad exige la de las estructuras mentales de los individuos mediante la educación y la elevación del nivel cultural: El hombre comunista debe ser necesariamente un hombre interiormente más rico y más responsable, vinculado a los otros hombres por una relación de solidaridad real, de fraternidad universal concreta; un hombre que se reconoce en su obra y que, una vez rotas las cadenas de la enajenación, alcanza su plena condición humana.

Hay mucho que aprender, a 60 años de la revolución cubana.

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