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Vox Libris
Loba
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▲ Orfa Alarcón (Tampico, Tamaulipas, 1979), en imagen incluida en el libro Loba, publicado por el sello Alfaguara.Foto cortesía Penguin Random House Grupo Editorial
Periódico La Jornada
Domingo 24 de febrero de 2019, p. a16

La degradación, la muerte, la miseria, la corrupción, la trata de personas, el narcotráfico, el incesto y la violencia enmarcan las vicisitudes del México de hoy descritas por Orfa Alarcón en su obra La loba, publicada por Alfaguara. Con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta novela que perfila ‘‘un viaje deslumbrante a las llamas heladas del corazón’’

El amor ha de ser de desierto, o no será, porque amor que no es de frío y de calor no es amor.

Yo sólo era una chica, sin más. Era una chica en medio de la nada, de la arena. Veía caer el sol y sentía pasar el frío junto a mí. Era una chica solamente. Sin historia. Era una chica delgada, con un short y un suéter, maquillada, sentada sola en ese columpio en medio del desierto. Una chica con botas que reía y estiraba las piernas para balancearse más alto y más lejos cada vez. Yo era una chica como cualquiera. Sin deudas ni efectivo, sin citas en ninguna agenda ni motivos para vivir o morir. Sin necesidad de ser, pero era. Sin necesidad de personificar a nadie.

Ah, chingá, si a ti nunca te han impuesto un modelo de conducta, dijo Rosso cuando traté de explicarle por qué me sentía tan feliz.

Rosso estaba parado a pocos pasos de mí. Fumaba. A lo lejos se oía a Bob Marley. Yo no podía más que reír. Reír y sentir el corazón estrujado porque sabía que no había manera de que ese momento fuera eterno. Había pasado siete horas en un autobús sólo para estar ahí con él, en un columpio, solos. Y fue tanta mi dicha que quise llorar y que nos muriéramos ahí mismo para no tener que regresar a casa.

Era una felicidad que se inflaba de tal manera que me oprimía el corazón, no lo dejaba latir. Una asfixiante felicidad que me obligaba a tomar aire a tragos pequeños.

Que este momento fuera eterno.

No, wey, cómo que eterno. Me estoy muriendo de hambre.

Rosso comenzó a caminar hacia el pueblo.

El amor ha de ser de desierto, o no será. Por eso me llevé a Rosso al frío, a la nada, al polvo en los ojos y en la boca. Él se había metido en ese silencio extraño, patético, que lo rodeaba como un capullo durante días enteros. Rosso se encerraba en su casa y no había fuerza humana que lo sacara de ahí. Si mis muchachos iban por él para llevarlo conmigo, era peor que haberlo dejado donde estaba. Mirando al techo, apenas atinaba a decir que tenía sueño y acto seguido se quedaba dormido. O al menos lo fingía.

Esa última vez me tomé la molestia de ir en persona a sacarlo del cuarto que compartía entre semana con su primo, yo, que todos los días fantaseaba con volarme la cabeza, que cada mañana quería enfermarme para poder quedarme en cama. Yo que nunca me había encargado de nadie. No le pregunté ni qué tenía porque me iba a contestar ridiculeces que yo no sabría curar. Sólo lo besé y le dije que ya nos íbamos. Cuando me preguntó a dónde, le dije que tenía que acompañarme o la ciudad me caería encima. Le gustaba sentir que yo necesitaba ayuda y que él podía salvarme. Rosso, ángel guardián. Dijo que nos fuéramos pero si era de una manera definitiva. ¿Qué podría negarle yo a Rosso?

Nunca había viajado en autobús. El corazón me latía tan fuerte que me dejaba sorda. En cuanto tomamos carretera, Rosso se quedó dormido. Me recargué en él mientras escuchaba Tú me estás dando mala vida… en su reproductor de mp3.

Despertó una hora después pararenegar.

¿No pudimos tomar un camión más pollero? Uno que hiciera más paradas hubiera estado más chido.

¿Qué es pollero? ¿Los que llevan a la gente a Estados Unidos?

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Esos son los coyotes, gruñó y volvió a dormirse.

La piel de Rosso siempre estaba helada, sobre todo sus manos. Acurrucada junto a él y su chamarra de los Cowboys, me recriminaba por no haber llevado algo encima del suéter. No imaginaba que fuera de Nuevo León el clima cambiara tanto. Nunca había escapado de casa, tal vez porque nunca supe bien hasta dónde llegaba mi casa. Aun en otro continente, papá estaba enterado de dónde me encontraba, a qué hora salía o entraba, a dónde iba, con quién. Pero Treviño jamás sospechó que me subiría en uno de esos autobuses hediondos, por eso cuando le dije que iba a despedir a Rosso, se quedó tan tranquilo fumando.

Las montañas azules y de rato doradas como si se estuvieran incendiando. Los caminos vacíos, los terregales. Jamás habría para mí un paisaje más hermoso. Rosso y yo en la nada, como si fuéramos algo el uno para el otro.

Lo desperté para que bajáramos. Modorro y malhumorado cargó con su mochila. Yo iba apenas con lo que llevaba puesto. Se dio cuenta de que estábamos en medio de ninguna parte.

Puta madre, Lucy, ya nos pasamos de Matehuala.

Entre calles vacías y ojos que se asomaban a descifrar nuestros pasos huecos, atravesamos el pueblo.

¿Y ahora para dónde?

Así, arreados por las miradas acusatorias, llegamos a esos columpios en medio de pura tierra.

Que este momento fuera eterno.

Pinche romántica, de dónde te salió lo pinche cursi, mejor piensa cómo nos vamos a ir de aquí.

Mi dicha era del tamaño de su tedio.

Era un pueblo de gente huraña. Éramos un par de intrusos al que todos rehuían la mirada pero espiaban de reojo. Vimos a lo lejos un local abierto, parecía un depósito o una tienda de abarrotes y hacia allá nos dirigimos.

Paloma, me dijo una anciana sujetándome del brazo.

Quise soltarme. Me confundía, me asustaba.

Qué bonita paloma, acariciaba mi mano.

Me volví a mirar a Rosso.

A esta paloma le van a cortar las alas.

Las mujeres pueden maldecir porque están malditas. Me aferré a Rosso y seguimos caminando. Rosso nada más se rio de mí y se puso a cantarme: Una palomita blanca de piquito colorado.

Alguna vez me habían dicho que yo podía ser modelo de manos. Mucha gente se me acerca a decirme cosas para quedar bien. Miré mis manos y por primera vez me parecieron hermosas. Rosso me llevaba del brazo, impaciente, no entendía que a pesar del miedo ese pueblo era para mí el descubrimiento de la belleza. Que lo único que me había deslumbrado después de él era tanta arena, tanto silencio.

Oiga, ¿aquí se puede conseguir peyote?, dije al entrar en el tendajo cuando al fin pude alcanzar a Rosso.

Él me miró impaciente. Salimos de ahí con dos paquetes de galletas asquerosas y unas cocas, me dijo que no volviera a abrir la boca.

No quiero comer esto.

Eres insufrible. No hables con la gente. No les caes bien.

Probé las galletas pero eran puro químico. Las aventé. Rosso se apresuró a recogerlas y me pidió que no estuviera haciendo más numeritos.

¿Cuánto dinero nos queda?

Siempre hacía preguntas así de ordinarias. Usaba palabras que yo odiaba, como ‘‘dinero”, cuyo sonido me sabe a cobre en la boca. Es una palabra muy fea, barata, como ‘‘aretes” o ‘‘anillos”. Son de esas palabras que no pronuncio porque suenan corrientes.

Todo.

¿Todo?

Pues sí. Ni que nos lo fuéramos aacabar.

De nada sirvió que le explicara que no usaba efectivo nunca porque me parecía lo más sucio del mundo, peor que tocar pasamanos, picaportes, o dar la mano a desconocidos.