Maestro Miguel Ortas o el arte de saber decirle sí a la vida a lo largo de 90 años
uienes son conscientes de sí mismos siempre tienen la misma edad, dejó dicho alguien cuyo nombre he olvidado, pero algunos testimonios presentes se encargan de recordárnoslo.
Hay celebraciones que por verdaderas y justificadas adquieren un sentido especial, provocando un gozo que contagia y una emoción que se esparce, como ocurrió en días pasados en El Cortijo Miguel Ortas, de Atizapán, estado de México, donde su propietario el matador Miguel Ortas Jiménez (Madrid, 1929) fue objeto de una fiesta sorpresa organizada por sus hijos para conmemorar sus primeros 90 años de fructífera existencia.
Hasta ese magnífico predio con restorán, salones de fiesta, juegos infantiles y un amplio ruedo semitechado, construido todo con esfuerzo, amor e imaginativo taurinismo, se dieron cita familiares, amigos, matadores, novilleros, destacados picadores y banderilleros, jueces de plaza y fotógrafos, e incluso críticos disgustados –los positivos falsos son publicronistas que por sus compromisos no pueden criticar nada–, pues en todos los sectores el maestro Ortas ha sabido sembrar la semilla de la bonhomía, la personalidad a flor de piel y los conocimientos sin alardes de quien ha conocido la gloria sin perder el piso.
Al igual que otros diestros españoles de amplio espectro –Joaquín Rodríguez Cagancho, Juan Gálvez o el banderillero Cayetano Leal Pepeíllo, por citar–, el maestro Miguel Ortas, luego de triunfar en las principales plazas de España y de tomar la alternativa en la plaza de Linares el 28 de agosto de 1953, de manos de Domingo Ortega y como testigo César Girón, nada más, con reses de Bohórquez, de haber creado entre otras suertes la ortina, más conocida como bernadina, por haberla popularizado en España el catalán Joaquín Bernadó quien, a diferencia de listillos deshonestos, nunca negó quién es el autor de ese muletazo, parecido a la manoletina pero invertida con la mano izquierda sujetando el pico de la muleta, al ver Ortas que el taurineo, ese cáncer que socava el espíritu de la tauromaquia y la salud del espectáculo, le cerraba las puertas en su propio país, decidió probar suerte en México, país del que se enamoró hasta adquirir la ciudadanía hace más de medio siglo. Su existencia da para un libro de inimaginadas aventuras.
Para algunos espíritus excepcionales 90 años no es nada y el maestro Miguel, enfundado en traje corto y tocado con el sombrero cordobés, con el gusto por la tauromaquia intemporal, deleitó a la concurrencia al torear una noble becerra de Julián Hamdan, primero con un reposado, bello y rítmico toreo de capa, quieto, sin forzar las embestidas ni alterar la distancia, seguro y gozoso en cada lance, con la solera no de la edad, sino de su amplio concepto del toreo.
Con la muleta desplegó un concierto de colocación para citar, templar, mandar y ligar en una conjunción y armonía modélicas. Cuando daba la vuelta agradeciendo la cerrada y conmovida ovación, el maestro se inclinó, sin agobio, a recoger un clavel de la arena. Luego se proyectó un video con el testimonio de familiares, amigos y toreros. Enseguida el festejado bailó por sevillanas con sus hijas Lulú y Rocío, su nuera Gina y la ganadera Paloma Chávez, para a lo largo de la tarde departir con todos, ser abrazado y besado, obsequiado, querido y admirado, pues no se festejó a un nonagenario más, sino a un emperador de su propia, fructífera, amorosa, libérrima e increíble existencia: Miguel Ortas Jiménez. ¡Salud siempre, admirado señor, mexicano y español!