la ciudad de Córdoba, en el rico estado de Veracruz, se llega por una carretera sinuosa entre altas montañas que en ciertas épocas están tenuemente veladas por la bruma. En un plácido valle aparece esa población salpicada por rica vegetación.
La joya de la ciudad es sin duda la Plaza 21 de Mayo; de forma rectangular y generosas dimensiones, al centro luce un obelisco en mármol que conmemora la defensa contra los ejércitos realistas. Como todo buen zócalo –así llamamos los chilangos a las plazas mayores– tiene su quiosco rodeado de tupidos árboles y vendedores de globos.
En uno de los costados se levanta el palacio municipal, precioso edificio de estilo afrancesado, pintado en tonos verde olivo y blanco que contrastan gratamente con la cantera en tono arena. El interior custodia la copia original de los Tratados de Córdoba.
Cabe recordar que durante la guerra de Independencia, en 1821, los cordobeses resistieron a las fuerzas realistas en defensa del Plan de Iguala y del Ejército Trigarante. Aquí se reunieron el 24 de agosto de ese año Agustín de Iturbide, jefe del Ejército Trigarante, y Juan O’Donojú, último virrey de la Nueva España, para firmar los Tratados de Córdoba, en los que se reconocía la independencia del país y se daba fin a la guerra.
En la fachada principal del palacio, por las noches, se proyecta un vistoso espectáculo de luz y sonido con música que va del danzón Nereidas a obras clásicas de Beethoven.
Del otro lado de la plaza se yergue la Catedral de la Inmaculada Concepción. El amplio atrio precede la hermosa fachada pintada en tonos de azul que posee elementos tanto barrocos como neoclásicos. En el interior se venera a la Virgen de la Soledad, patrona de la ciudad.
En la región se cultiva excelente café que ha dado vida a un museo y la elaboración de varios sabrosos productos: licores, chocolates, galletas y ¡joyería! El sitio esencial donde se pueden pasar horas bebiendo café y solazándose con la activa vida de la plaza es el Portal de Zeballos. Justo aquí se firmaron los Tratados de Córdoba.
En este lugar cenamos después de la conferencia que impartí sobre madame Calderón de La Barca, la escocesa cuyas cartas a su familia dieron lugar al libro La vida en México, uno de los mejores testimonios sobre lo que fue nuestro país a mediados del siglo XIX.
Los organizadores fueron los miembros de la Corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana, que dirige con entusiasmo Adriana Balmor. Periodista y amante de la cocina cordobesa, nos descubrió varias de las suculencias locales: los pambacitos en pan blanco y suave con su copete, rellenos de frijoles, queso fresco y chipotles. Las afamadas tortas de pierna, el jamón envinado, el texmole auténtico de espinazo con bolitas de masa, epazote y tlanepa en salsa de guajillo, y en temporada con la delicada flor de izote.
Una perla gastronómica es el tamal de cazuela, rojo, verde o de mole. De aperitivo bebimos el menyul, una bebida espirituosa, pegadora pero sabrosa, típica de Córdoba que fue traída por los franceses.
En la sobremesa nos enteramos que la ciudad se fundó en 1618 por cuatro encomenderos del virrey Diego Fernández de Córdoba, a quien debe su nombre. El origen fueron los asaltos que los negros cimarrones, encabezados por el célebre Yanga, llevaban a cabo en el camino real Veracruz-Orizaba-México. Eso llevó a los españoles a fundar una población en el sitio de los esclavos con el fin de proteger a los súbditos fieles y los intereses reales. Se establecieron 30 jefes de familia, por lo que se le conoce como La Ciudad de los 30 caballeros.
Un descubrimiento fue enterarnos de un notable pintor cordobés, prácticamente desconocido: Teófilo Monterrosas, quien falleció muy joven en 1881. Adriana Marenco, integrante de la Corresponsalía, quien tiene algunas obras magníficas, comenta que estudió en Ciudad de México en la Academia de San Carlos, entre otros, con José María Velasco. Si saben algo de él, por favor compártanlo.