as imágenes de la catedral parisina envuelta en llamas se propagaron por el mundo con mayor rapidez que el propio incendio y dejaron a la opinión pública planetaria en estado de shock. Lo que parecía la destrucción inevitable y completa de una de las edificaciones más famosas y referidas de la humanidad, que durante 800 años sobrevivió a toda clase de catástrofes y guerras, causó tristeza y estupor en todos los continentes, no sólo porque son incontables los tesoros artísticos que albergaba y las escenas históricas que ocurrieron dentro de sus muros, sino también porque es uno de los recintos más emblemáticos y antiguos de la cristiandad. El azoro se explica también por la dificultad de entender que un descuido tan catastrófico en las obras de remodelación del templo –lo que fue, al parecer, el origen del incendio– pudiera producirse en un país avanzado, poseedor de enormes recursos económicos y tecnológicos y que se precia de una rigurosa política de preservación de sus monumentos históricos.
A la postre, la tragedia no fue total. La estructura fue salvada y preservada en su globalidad
, dijo la comandancia de los bomberos de París, en tanto que el presidente francés, Emmanuel Macron, aseveró que se evitó lo peor
. Aun así, y aunque está pendiente una evaluación precisa y detallada, los daños al monumento son graves.
Más allá de lamentar semejante siniestro, es pertinente revisar las reacciones sociales que generó en el mundo. Llama la atención, por principio de cuentas, el que los medios del viejo continente hayan insistido tanto en referirse al templo principal de París como uno de los símbolos centrales de Europa, lo cual, en rigor, es inexacto: Notre Dame es patrimonio de la humanidad, independientemente de nacionalidades y adscripciones religiosas, como lo son los monumentos prehispánicos y coloniales de América Latina, así como los vestigios de las antiguas civilizaciones de Medio Oriente y Asia.
No debe olvidarse, por otra parte, que la justificada consternación mundial por el incendio de la catedral parisina contrasta con la relativa indiferencia con la que el mundo reaccionó a la gravísima destrucción cultural causada en diversos sitios de Irak durante la invasión de ese país liderada por Estados Unidos o la demolición de las esculturas monumentales de Buda en Bamiyán, Afganistán, perpetrada por el régimen talibán derrocado por Washington en 2001.
Finalmente, cabe esperar que las autoridades culturales y de protección civil de todos los países extraigan las debidas lecciones de lo ocurrido ayer en el corazón de París, al igual que del incendio que redujo a escombros el Museo Nacional de Brasil, acaecido en Río de Janeiro en septiembre del año pasado, actúen con extremada cautela en las acciones de reparación y remozamiento de recintos invaluables y refuercen sus sistemas de prevención, seguridad y reacción ante accidentes. Los bienes culturales e históricos no pertenecen a un solo país ni a una sola generación; debe garantizarse, por ello, que lleguen intactos a los ciudadanos del futuro.