urango, Dgo. Hace unos días la pianista ucraniana Anna Fedorova ofreció en el Teatro Ricardo Castro de esta ciudad, en el contexto del Festival Internacional de Durango Ricardo Castro, un recital Liszt-Beethoven-Chopin, que si bien fue de un perfil netamente tradicional, no estuvo exento de interesantes coincidencias y contrastes. Para los Tres sonetos de Petrarca de Liszt, la pianista eligió sabiamente quedarse del lado de la poética y no del de la pirotecnia que, venturosamente, es escasa en este interesante ciclo. Salvo en un episodio al centro del segundo soneto y otro en el tercero, más exuberantes que el resto de la música, Fedorova enfatizó las cualidades austeras e introspectivas de las obras, destacando la profundidad con que tocó el final del último soneto.
Después, la pianista abordó la famosa (y frecuentemente maltratada) sonata Claro de luna de Beethoven, cuyo perfil de cuasi lugar común no le impidió a Anna Fedorova proponer una lectura más movida y menos patética que lo usual del primer movimiento, enunciándolo con una mayor cuota de lirismo.
De ahí que la transición al ligero Allegretto que sigue resultó orgánica y fluida, lo que llevó a la intérprete a ejecutar el último movimiento con la energía necesaria, pero sin los excesos de rudeza que suelen cometer otros pianistas más preocupados en tocar este movimiento como una especie de retrato del Beethoven furioso, un retrato que más bien aparece en otros movimientos de otras de sus sonatas.
En el contexto global del programa propuesto por Anna Fedorova, fue posible pensar en la sonata Claro de luna como una especie de interludio clásico enmarcado entre dos extremos de expresión netamente romántica. Es más: la colocación de los Sonetos de Liszt al principio y las cuatro Baladas de Chopin al final del programa apunta a una clara línea de conducta que destaca, a través del teclado, los orígenes poéticos de ambas series. En lo general, las interpretaciones de las Baladas de Chopin fueron más arrebatadas y expresivas que las de los Sonetos de Liszt, y a lo largo de las cuatro piezas Anna Fedorova atinó a lo que, probablemente, sea el meollo de la ejecución de estas piezas: marcar con claridad los contrastes internos que Chopin planteó en cada una de las Baladas y, a la vez, los contrastes que hay entre unas Baladas y otras.
Desde el punto de vista de la técnica, que en el caso de Fedorova es de muy buen nivel, cabría apuntar la transparencia con la que ejecutó las iridiscentes cascadas chopinianas de la Balada No. 3. En cuanto a la visión de conjunto, fue posible percibir que la pianista puso especial énfasis en dejar bien claros los puntos de contacto que hay entre ciertos gestos similares que hay en la primera y la cuarta piezas de la serie.
Un par de noches después la pianista ucraniana volvió al escenario del Teatro Ricardo Castro para tocar ese esperado caballito de batalla que es el Primer concierto de Chaikovski, logrando una interpretación decorosa de la obra que merecía el acompañamiento de un ensamble de mayor cohesión sonora que la orquesta del festival.
Con esta ejecución del más gustado de los conciertos para piano, Fedorova demostró la falsedad de la afirmación de que éste es un concierto ‘‘solo para hombres”, lo que no pasa de ser un exabrupto excluyente de los pianópatas machines que abundan por estos rumbos.
Como otras presentaciones musicales del festival, el buen recital y el concierto de Anna Fedorova se presentaron en condiciones no del todo ideales: comenzaron con un notable e injustificado retraso, y fueron desagradablemente decorados por una verdadera epidemia de celulares que sonaban, eran contestados, mandaban mensajes, fotografiaban y filmaban a diestra y siniestra. Es evidente que al público de este festival (como a casi todos nuestros públicos) le vendrían bien un par de lecciones sobre el adecuado protocolo de un concierto. Parte del problema, sin duda, es el hecho de que la organización del festival no es exigente con su público, de modo que no parece cosa fácil desterrar estas actitudes.