omo adelanto del libro póstumo de Oliver Sacks, Everything in Its Place: First Loves and Last Tales (Cada cosa en su lugar: Primeros amores y Últimos relatos), el New York Times del 18 de abril publicó The Healing Power of Gardens
(El poder curativo de los jardines
), un precioso y edificante ensayo precisamente alrededor de lo benéficos que son los jardines en particular y la Naturaleza en general, en especial para los enfermos neurológicos, en particular, para los que están tan impedidos físicamente que viven recluidos en sanatorios psiquiátricos, inmovilizados, en sillas de ruedas. Como neurólogo que fue toda la vida, amante él mismo y de por sí del ejercicio físico (natación, alpinismo, ciclismo) y del estudio de y el contacto con la vida, tanto del hombre como de los animales, los insectos, los peces, las aves, las plantas, es comprensible que recomiende a otros lo que a él le hizo bien, tanto bien que, en ochenta y tantos años, y con la pérdida de visión en un ojo, no se detuvo hasta que, tras seis meses de tratamiento, el cáncer lo mató.
Me deleita a tal grado leer a Sacks que apenas leí su escrito sobre los jardines encargué el libro electrónicamente para leerlo en cuanto fuera publicado, unos días después, en una fecha clave para su lanzamiento, el 23 de abril, Día Mundial del Libro.
Inquieta, impaciente, me quedé en la página como si quisiera ¡exigir! al New York Times más lectura de Sacks. Y, como si hubiera anticipado mi anhelo, el periódico ofrecía un par de artículos más de Sacks, que había publicado en números de algunos meses anteriores. Me llamó la atención el titulado My Own Life
, (Mi propia vida
), originalmente publicado el 19 de febrero de 2015, seis meses antes de su muerte, el 30 de agosto de 2015. Se trata de un puñado de páginas en las que Sacks se despide de la vida. Lo hace con una más que asombrosa entereza, agradecido, feliz por haber amado y por haber sido amado, triste por no poder seguir adelante, sin duda contra su voluntad. En las primeras líneas, que explican el título de su despedida, alude a la autobiografía de David Hume (Edimburgo, 26 de abril, 171-Edimburgo, 1776) y la recrea brevemente, admirativamente. De inmediato la encontré en diferentes versiones y ediciones electrónicas, y la leí. Fascinada. Tanto así que, igual que me había sucedido con la despedida de Sacks unas horas antes, la releí y entretuve, durante un buen rato de ensoñación, la ilusión, el deseo, de traducirla.
Hume escribió su autobiografía a lo largo de un solo día, el 18 de abril de 1776. No pasa de tener quince páginas mecanuscritas, no sé cuántas habrá tenido el manuscrito original. En todo caso, también la escribe apenas cuatro meses antes de morir, el 25 de agosto de 1776, a los 65 años de edad, tras enterarse de que el mal que padecía no tenía remedio y a él le quedaba poco tiempo de vida. Se presenta como alguien más inclinado a ver el lado bueno de las situaciones y circunstancias de la vida, de modo que toma incluso con humor lo mal que le fue cuando empezó a publicar y cómo le costó llegar a tener lectores que apreciaran su trabajo. Sin embargo, cuando por fin le llegó el momento de sentarse y disfrutar el reconocimiento del que había llegado a ser objeto, recibió el diagnóstico en cuanto a que su mal no tenía curación.
Pertenecía a una familia honorable de Escocia, aunque no opulenta, y aun cuando su hermano sí llegó a tener una propiedad de importancia, él se conformó con vivir con lo mínimo, en soledad, en su país o, de preferencia, en el extranjero, en especial cuando publicaba algo que pasaba inadvertido, cuando no criticado y rechazado, y entonces él huía al exterior y juraba no volver jamás a pisar su tierra natal. A partir de que un aristócrata lo buscó para que lo educara, y de que luego otros más lo buscaran con los mismos fines o fines parecidos, durante sus últimos años vivió, si no igual de contento, sí con más holgura, entre la diplomacia y la alta sociedad.