ué desalentador visitar estos días los museos públicos de Arte Moderno (MAM) y Tamayo en el Bosque de Chapultepec, otrora recintos de gran valor, cada uno con su historia, donde se expresaban las manifestaciones modernas
y contemporáneas
de la plástica, incluso las experimentales, de avanzada, multimedia, polémicas, odiadas o amadas, no se diga la creación reciente de maestros consagrados y sangre joven. La fotografía encontró lugar en ambos recintos, que la casualidad puso uno frente al otro y el destino juntó en la canasta gubernamental de la cultura, concretamente el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (Inbal). La penuria que habita sus salas permite verlos como víctimas del mismo naufragio.
La decadencia del MAM no comenzó ayer. Qué lejos del pulso que por décadas le confirieron brillantes directores, curadores y creadores. Criterios inexplicables han devorado espacios antes dedicados, sí, al arte. Las salas del edificio principal se fueron encogiendo burocráticamente hasta casi desaparecer. No le fue mejor al jardín escultórico, donde sobrevive como pieza mayor El barco México 68, de Manuel Felguérez, restaurada a finales del gobierno pasado, cuyos fierros bien pueden sugerir hoy un naufragio.
La pobreza de exposiciones se reconcentra en la pálida muestra de cuadros propiedad del museo por la vía patrimonial. Las dos Fridas reciben espectacularmente al espectador, sólo para sumergirlo de inmediato en piezas muy menores, salvo alguna excepción, de Diego, Orozco, Siqueiros, Tamayo, Izquierdo, Atl y todos esos, sumados los rupturistas y los op-pop, nunca lo más lucidor. Y una mano-silla de Friedeberg, claro.
Otro intento de aprovechar el acervo es la exposición educativa para menores Recreaciones entre el juego y el arte, desde luego plausible, pero que dado el contexto no enriquece al MAM. Una sala más acoge la obra de Antonio Caballero, apreciable fotógrafo de la farándula nacional, muy activo entre los años 50 y 70. De nuevo, en un entorno con mejores ofertas y riqueza de ideas no luciría tan limitado; no da para un sala completa, aún con esa Mona Lisa de la oportunidad, su célebre placa de Marilyn Monroe bajándose del carro sin calzones.
Cruza uno el Paseo de la Reforma y topa con filas para el Museo Tamayo. ¿Buena señal? De hecho, dos líneas, una para la taquilla, y otra para acceder a una red tubular digna de un playground de McDonald’s, donde los adultos escalan para sacarse selfis y divertirse un rato. Tras acceder a la salas por el pasillo de espejos (también escenario para buenos selfis) sale uno a la familiar colección de Tamayos del museo. Al descender a la sala central uno encuentra sus muros dolorosamente en blanco; al centro ruedan lentamente dos camas autómatas, como de terapia intensiva, capaces de rayar el mosaico del piso en azul o rojo. Tres guardias privados cuidan con celo que nadie holle con sus pies los trazos de las camas mencionadas, tan inspiradas como una bellota.
Siguen otras instalaciones y propuestas pictóricas perfectamente olvidables, cosas que ya hemos visto, seguramente mejor. No seamos rencorosos, esto todavía permite al Tamayo competir con el empresarial Museo Jumex en materia de selfis chidos, aunque las masas ávidas de los globos del inflado Jeff Koons (resulta que heredero
de Marcel Duchamp; el mercado no tiene vergüenza) rebasan por miles a los asistentes del Tamayo. Y hoy la tendencia es Koons, sorry.
¿Qué opciones de museos mayores de arte actual quedan en la ciudad que dicen tiene más museos en el mundo? El citado Jumex, que hace bien su trabajo a salvo de la dependencia del Estado. Mencionemos por mera vecindad el neomerengue del Soumaya, todavía más cursi por dentro que por fuera, con su abusiva acumulación de arte bueno, malo y repetido, que refleja el escaso gusto de una cartera ilimitada. Lo mejor lo encontramos hoy en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, con fantásticas muestras de Jan Hendrix y Weiwei que honran al museo y a la UNAM.
Castigados presupuestalmente para salvar los pozos petroleros y en consecuencia la industria automotriz, los museos del Estado están sometidos a la severidad del memorando presidencial que decreta cero exposiciones. Eso permite prever que en un futuro próximo las grandes exhibiciones de arte dependerán, además de la universidad, de banqueros y empresarios. O asomarán en los muros de las calles tomadas.