o pudieron obtener un mejor testimonio que la escueta carta de renuncia de un secretario del Presidente. No cualquier secretario y tampoco una académica carta indiferente de funcionario renunciante. Fue la del mero secretario de Hacienda y Crédito Público. Y en ella no alegó motivos de salud ni se cayó del caballo durante el fin de semana. La pensó y repensó cifrada para, no ofender ante quien renunciaba y, al mismo tiempo, desatar la gallera mediática. Y así empezó a circular de salón en salón, de comedero en desayunador y no ha tenido reposo desde entonces. Pero no fue suficiente. El señor Urzúa dio posteriormente una detallada entrevista a la revista Proceso que encendió cuanto farol hubo en calles y plazas, en cubículos y redacciones de periódicos. Y todavía sigue rebotando entre pasillos de oficinas poderosas, cenáculos y bufetes de picudos. Era y puede que siga siendo, por un corto tiempo al menos, manjar de columnas, carne de reportajes y sustento de artículos y variadas especulaciones. Ahora se cuenta con bases, pretendidamente ciertas, para respaldar ataques a diestra y siniestra y enjuiciar la visión y el proyecto gubernamental.
El presidente Andrés Manuel López Obrador, como acostumbra hacerlo, salió a la palestra para difundir, al menos, parte de su verdad. El cuadro completo se ha ido completando, con atingencia nunca atisbada, en la corta historia de los recientes sexenios de la política nacional. Pero, como era de esperar, el vuelo alcanzado por las palabras vertidas por Urzúa, con ayuda de variados analistas y opinócratas, se les hace sobrepasar en precisión, diagnóstico o explicación valedera, a cualquier aserto del Presidente. Se sostiene que el renunciante ha contradicho el alcance y validez de las decisiones del gobierno. Para los comentaristas, todos los grandes proyectos del gobierno recibieron el terminal veredicto de un doctor en economía por el ITAM. Quedó bastante fijo en el ámbito difusivo que ninguno de los programas prioritarios alcanza el alto nivel de contar con soporte técnico y, por tanto, flotan entre el deseo y lo irreal. Soporte que sólo los iniciados hacendarios –tecnócratas de lustre– pueden y están en condiciones de prestar con sus probadas habilidades.
Así, la oposición de Urzúa a cancelar el aeropuerto en Texcoco cae inmisericorde sobre el incipiente pecho de un político provinciano y alocado según versión ya en boga. Miles y miles de millones de pesos tirados al caño de las inundaciones y los hundimientos que provoca el mar de lodo sobre el cual pretendió construirse tan faraónica obra. Levantar una refinería cerca del mar en el corto tiempo prometido y a un costo por debajo de lo apuntado por los expertos no es más que un sueño guajiro de ilusos. Trasladar las palas constructoras a Santa Lucía, donde ya despegan, diariamente aviones chicos, veloces o grandes, sólo representa, para el renunciante y sus miles de apoyadores mediáticos, un juego macabro con los haberes públicos. Las ensoñaciones guajiras de un aeropuerto alterno al de la Ciudad de México quedarán sepultados entre los escombros de maledicencias contra la seguridad aérea y estudios de agua o ecológicos contrahechos que, casi a diario, se lanzan por aquí y por allá.
Pero lo sustantivo de la entrevista con Urzúa, que causa el regocijo mayor, tiene que ver con la imagen de un Presidente poco consecuente con sus propias ideas. Escarba sobre la improvisación de sus propuestas y la escasa solidez de sus atrevidas decisiones. Urzúa, al declararse socialdemócrata, se trata de igualar con un López Obrador que tiene pulsiones diversas, adicionales y, por cierto, mejor arraigadas.
El hecho presente de mayor relevancia para la convivencia, quizás estriba en la exposición, pública, sincera, abierta de ambas posturas y visiones. El hilo profundo que se destaca en las exposiciones del Presidente y su ahora ex secretario, es el de un choque de dos modelos de pensamiento. Polos que obligaron a desatar la madeja por alguno de los lados. En esa exposición surgieron con claridad, los propósitos redistribuidores del ingreso y oportunidades del Presidente. Claro que, para cimentar tal ambición, hace falta una reforma fiscal como pregona Urzúa. Pero, antes, se tiene que mostrar la habilidad para ejercer el gasto de los haberes ciudadanos con eficacia, honestidad y transparencia. Será, posiblemente, la última palanca que se usará para terminar la obra transformadora. Obra que pretende, sin duda, ser de gran envergadura.