l primero de septiembre Andrés Manuel López Obrador presentó una apretada síntesis de los pasados nueve meses. Incluso los críticos dotados de un mínimo rigor intelectual hubieron de reconocer que, estuvieran o no de acuerdo con lo hecho, había mucho material para la enumeración: desde la demolición simbólica del poder presidencial hasta los episodios más recientes del combate a la corrupción y el desarrollo de los programas sociales, el país se ha cimbrado y se ha transformado en un grado inimaginable en los 279 días transcurridos desde el primero de diciembre de 2018.
Paradójicamente, el ritmo vertiginoso de la transformación activa una exasperante percepción de inercia e inmovilidad. Si se ha podido eliminar de un plumazo añejas instituciones como el Estado Mayor Presidencial y el Cisen, ¿cómo es posible que persistan prácticas del pasado en diversas dependencias? ¿Cómo entender que los puñados de funcionarios frescos llegados a a administración pública no hayan podido desplazar a los muchos representantes del viejo régimen que permanecen enquistados en sus oficinas? ¿Por qué no están presos y sentenciados los ex funcionarios corruptos y corruptores que coordinaron durante más de tres décadas el saqueo de México? ¿Por qué políticos surgidos de Morena se comportan igual que si hubieran emanado del PRI o del PAN? ¿De qué manera armonizar el avance de los trabajos de carreteras municipales en Oaxaca con la persistencia de baches en mi calle?
Tal vez una clave de estos sentimientos encontrados resida en un asunto de escalas: desde una visión panorámica los cambios operados por el gobierno federal en sus primeros nueve meses son impresionantes y trascendentes pero el árbol del contexto personal no deja ver el bosque del país. Otra causa de esta molesta sensación contradictoria puede ser la falta de entendimiento de una singularidad fundamental de la Cuarta Transformación: este movimiento se propuso llevar a cabo una revolución pacífica y dentro del contexto legal –un objetivo que suena ingenuo, cuando no deshonesto, para algunos que se intoxicaron con los recetarios más básicos de la izquierda vigesimónica– y ello impone ritmos y tiempos de espera a ciertos avances.
Por ejemplo, la miríada de organismos autónomos o desconcentrados y los mecanismos legales que garantizan la impunidad y el abuso son una herencia nefasta del régimen oligárquico que obstaculiza en forma permanente el avance de la transformación, pero el desconocimiento de leyes e instituciones por parte del Ejecutivo federal no permitiría acelerar el cambio sino que, por el contrario, lo pondría en grave riesgo de fracaso. Y la construcción de una nueva legalidad y de una nueva arquitectura institucional, como les gusta decir a los tecnócratas, toma tiempo y requiere de la consolidación de mayorías leales a la transformación en la correlación de fuerzas en los órganos legislativos, una tarea a la que ciertamente no ayudan los recientes zipizapes y extravíos de las bancas de Morena en ambas cámaras.
Un caso ilustrativo de las enormes dificultades que enfrenta la Cuarta Transformación es el caso del siniestro tutelaje del ex fiscal de Veracruz Jorge Winckler, a quien el ex gobernador prianista Miguel Ángel Yunes Linares pretendió dejar pegado al cargo con adhesivo de alta resistencia para que brindara –a él y a sus antecesores– protección ministerial, es decir, impunidad. Ha tomado nueve meses sacarlo del cargo y en ese lapso resultó imposible actuar frontalmente contra la violencia delictiva por la simple razón de que ésta tenía asegurada la obsecuencia de la oficina de procuración de justicia. Otro ejemplo claro es el de los jueces regaladores de amparos a causas tan impresentables como las de los propietarios de gasolineras ladronas que se niegan a aceptar la verificación de sus equipos por parte de la Profeco.
Además de una oposición civil
tan disminuida como gritona que cada mes o dos lleva a cabo pequeñas marchas para exigirle al país que se rinda incondicionalmente ante la oligarquía que el mismo país derrotó hace 14 meses, y de esa oposición política, mermada en lo numérico y en lo intelectual, que protagoniza tomas de tribuna en las que da por hecho que México y Venezuela son lo mismo, existen oposiciones de sombra que igual operan desde las oficinas públicas que en las sentinas de la sociedad y que resultan mucho más perniciosas para la voluntad popular encarnada en la Presidencia, en las cámaras y en algunas gubernaturas y presidencias municipales.
Pero todas esas expresiones de la reacción son social y políticamente minoritarias y, como dijo López Obrador en su Informe del domingo pasado, están moralmente derrotadas.
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