ara los millones de mexicanos que viven en situaciones de marginación, las carencias son múltiples, siendo tanto internas como externas, las pérdidas se suceden una a otra y los duelos se tornan inelaborables, su vida se vuelve un proceso traumático.
El medio externo es fuente constante de frustración para el marginado y no menos el medio interno. Los campesinos indígenas que emigran a la ciudad acuden deslumbrados por el ‘‘espejismo” de las supuestas oportunidades que ofrecen las grandes urbes, aunque en realidad poco o nada conocen de ello.
Huyendo del hambre y la otra violencia y de las condiciones infrahumanas en que viven, a pesar del arduo, agotador y mal remunerado trabajo en el campo, arriban a la ciudad, donde, automáticamente, se convierten en trasterrados, ignorantes de lenguaje, costumbres, inmersos en una simbología que les es totalmente ajena, y que por tanto se torna enajenante. El sistema no se queda atrás y contribuye afanosamente a excluirlos y marginarlos cada vez más.
Se asientan en las periferias y azoteas de la ciudad. Son los cinturones de miseria, que ‘‘abrazan” a la ciudad asfixiándola progresivamente a un ritmo por demás alarmante.
Su hacienda es el tugurio, su residencia en muchos casos, los basureros, son presas del hacinamiento, la promiscuidad; herederos y usufructuarios por generaciones de violencia, agresión y muerte.
Por algo dice el corrido; ‘‘¡… la vida no vale nada!” Exiliado y extranjero en su propia tierra, se instala en zonas carentes de todos los servicios tanto públicos como sanitarios.
Extranjero que, sin trabajo, ‘‘ni credenciales” y analfabeto, vive en la tierra de nadie y como nadie se siente.
El medio los margina, los excluye y los ultraja.
En las precarias e infrahumanas condiciones que describo, los eventos traumáticos se eslabonan unos con otros en una incesante cadena de abigarrado tejido. Desnutrición, partos distócicos, altas tasas de morbilidad y escasas oportunidades de escolarización son los prolegómenos de estos historiales.
Y sobre el potencial biológico, menguado por la concurrencia de las condiciones mencionadas, de por sí traumáticas, va emergiendo un aparato síquico con serías ‘‘fisuras” desde su cimentación.
La indefensión y el desamparo originarios se acentúan aún más en individuos cuyas madres son portadoras de depresiones crónicas y neurosis traumáticas (por generaciones), de pérdidas y duelos no elaborados.
Lo procreado en esta circunstancias son hijos no deseados, abortos síquicos, productos de madres-muertas, padres ausentes, narcisismo herido, cuerpo y palabra sin investidura, cuna mecida por dolor y llanto, pecho que se ha perdido mucho antes de haberlo tenido.
Imago de la madre que se constituye en la sique del hijo (a consecuencia de la depresión materna) como una figura lejana, átona, difuminada, casi inanimada, desvitalizada, que la impregna de manera muy honda las investiduras síquicas.
Otros millones consiguen establecerse con los vecinos estadunidenses sufriendo la pérdida del país, del idioma, de la religión en una repetición de los eventos de la Conquista de México.
Los favorecidos por su vida en el país vecino se han convertido con los dólares que envían a sus familias uno de los sustentos de la hacienda pública.
Este fin de semana gritaremos: ¡Viva la Independencia!