Sábado 14 de septiembre de 2019, p. a12
Conciertos, pasteles de cumpleaños con velitas, bouquets de bellas flores, poemas, recitales, alegría.
Así celebró el mundo el bicentenario de una de las grandes compositoras en toda la historia: Clara Wieck (13 de septiembre de 1819-1896).
La historia, dominada por el patriarcado, la nombra Clara Schumann.
En realidad, su esposo Robert Schumann hoy sería un perfecto desconocido de no haber sido Clara quien lo alentó, cuidó, enalteció y difundió su obra.
Fue ella el motor, la luz, la guía, la salvación de Robert Schumann.
Aunque el compositor murió de neumonía y no de locura, a pesar de haber fracasado en muchas empresas en la vida, el mundo le debe a Clara Wieck la música de Schumann.
Fue ella quien inspiró las más hermosas páginas escritas por el hombre de su vida.
Fue Clara quien brindó seguridad a Robert Schumann en los momentos más difíciles. Fue Clara Wieck quien lo encauzó por los caminos de la orquesta, cuando le aportó un método de composición orquestal, a pesar de que el mismísimo Gustav Mahler, quien vivió a su vez una historia de amor monumental con Alma Schindler, dijera años después que la Segunda sinfonía de Schumann estaba ‘‘mal orquestada” y no sólo de ésa sino de las tres restantes hizo nuevas versiones. Las rescribió, de plano. Cortocircuito de dos románticos perdidos.
Clara Wieck fue, con Franz Liszt, la mejor pianista de su época. Hay quienes la culpan del sufrimiento de su marido, que fracasaba en sus intentos por triunfar mientras ella era aclamada. Y él era solamente ‘‘el esposo de la señora Wieck”, en una sociedad aún más machista que la de dos siglos después. Mismo sistema opresivo que priva al resto del mundo del conocimiento de las obras de la compositora Clara Wieck.
Entra en escena otro elemento que haría palpitar de delirio a los guionistas de telenovelas: un buen día tocó a la puerta de la casa de los Schumann un joven apuesto cuyas futuras barbas habrían de pasar a la historia merced a lo que recibió en medio de ese matrimonio singular: Johannes Brahms.
Clara y Robert acogieron al talentoso joven y lo indujeron a su mundo, le inculcaron el amor por los libros y la cultura y lo convirtieron en lo que el mundo conoce dos siglos después como uno de los mayores exponentes de la música alemana.
Bueno, sucede que Johannes se enamoró perdidamente de Clara. Ninguno perdió nunca de vista el amor compartido por el maestro, Robert.
Cuando Schumann, víctima de enfermedad mental, fue confinado a un asilo, cuyo nombre traducido al español significa Sin Fin (Endenich: EndeNicht, Nicht Ende), Johannes se ocupó de Clara.
Los médicos incluso recomendaron que ella no se acercara al enfermo, para protegerlo de ‘‘una impresión fuerte”. Muchos historiadores dicen que hubo un triángulo amoroso. Otros más insisten en un mero amor platónico, que las mismas circunstancias impedían una relación mayor. Apoya su argumento el delirio romántico de la época. Lo cierto es que Clara Wieck insistió en ver a su amado esposo, quien buscaba la salida dejando de comer, matarse de algo, porque la locura no le hacía tanto daño como su miedo, además del brutal tratamiento con mercurio porque la sífilis que había quedado latente y no se había manifestado en 20 años había emergido por fin.
Lo cierto es que a Robert Schumann se le iluminó tanto la vida al ver a su amada, que aceptó comer de manos de ella. Nueva tragedia irónica: ingerir alimento luego de un largo periodo de abstinencia le provocó la muerte en efecto carambola cuya buchaca final fue una neumonía. Sobre la mesa quedaron las otras pelotas duras: el alcohol, la sífilis, el mercurio, los prejuicios de la sociedad que duran dos siglos después.
En cuanto Schumann murió, Clara Wieck cesó la pluma. Dejó de escribir música, al igual que el alumno dilecto, quien escribió su Primer Concierto para Piano casi fotostático del Allegro Apassionato para piano y orquesta escrito antes por su maestro, Robert Schumann.
También de Brahms cesó la pluma una vez que expiró su maestro. La relación entre Clara y Johannes es a su vez una de las historias más hermosas de amistad verdadera en centurias.
Han transcurrido dos siglos. Hoy el mundo parece que no ha cambiado. Porque las partituras que Robert Schumann escribió fueron preservadas, estrenadas, difundidas por Clara Wieck y por Johannes Brahms. Hoy el mundo agradece a estos amantes románticos su tanto, tantísimo amor.
En su bello libro titulado Sounds and Sweet Airs: The Forgotten Women of Classical Music, la investigadora británica Anna Beer (Londres, 1964) recoge la historia de Casia y de otras mujeres pioneras en el arte de la composición musical.
Había una vez un planeta donde las mujeres no podían sobresalir y si por algún error en el guion prestablecido lo hacían, eran consideradas brujas o santas o hechiceras o ángeles. Pero no personas.
Ser compositoras era querer lo imposible. Una de ellas, de las mejor dotadas, Clara Wieck, a quien había una vez un planeta donde no se le conocía por su nombre sino por el de su marido, Clara Schumann, de plano tiró, literalmente, el arpa: ‘‘hubo un tiempo en el que yo creía tener talento creativo, pero he renunciado a esa idea; una mujer no debe tener el deseo de componer: si ninguna ha podido hacerlo, ¿por qué iba a poder yo?”
Como en todo cuento de hadas, ya habían existido otras cenicientas: en el siglo XI, otra monja, Hildegard von Bingen, construyó su propio vocabulario musical. Nacieron con ella las partituras. Dejaron los cantos el anonimato porque ella, Hildegard, depositada por sus padres en un convento a los 11 años de edad por su fragilísima salud, puso en música y en figuras dibujadas en el convento las visiones que decía experimentar, experiencia ironizada más adelante por el científico y melómano Oliver Sacks, quien la llamó ‘‘la monja fosfena” para explicar que los diluvios de estrellas, auroras boreales y demás alucinaciones se debían al estallamiento del fosfeno en la química de su cerebro, dada su condición jaquecosa, padecimiento que habrían de compartir otros creadores en la historia, entre ellos Dostoievsky.
Sor Juana Inés de la Cruz también burló la prisión de aquel planeta donde las mujeres no tenían derecho a desarrollar sus virtudes creativas y también escribió poesía y música en un convento.
Amor, matrimonio, maternidad y sexualidad son los elementos orbitales en aquel país de las no maravillas.
Las mujeres eran excluidas de las cortes, las catedrales, los podios de dirección de orquesta, los conservatorios, la escritura musical, por vulgar miedo. Era la era en que la cultura del patriarcado parecía invencible.
Por cierto, en su libro aquí mencionado, Anna Beer opta por dejar de lado las historias del lamento y frustración y lucha para concentrarse en ocho compositoras que en el lapso de cuatro siglos en Europa encontraron maneras de salvar los obstáculos de la cultura dominante, el machismo.
Esas autoras son: Francesca Caccini, Barbara Strozzi, Élisabeth Jacquet de la Guerre, Marianna Martines, Fanny Hensel, Clara Wieck, Lili Boulanger y Elizabeth Maconchy.
Pero en realidad no hay nada que lamentar. Si las primeras compositoras no escribieron ‘‘grandes obras”, como óperas y sinfonías, sino obras consideradas injustamente menores, como canciones y sonatas, pusieron el ejemplo y rompieron con el orden establecido, aun desde el anonimato y desde los pequeños formatos.
Este viernes Clara Wieck fue recordada, aunque como ‘‘Clara Schumann”, en distintos puntos europeos, incluyendo Leipzig, donde la pianista Isata Kanneh-Mason tocó las obras de la compositora en el ‘‘piano Wieck”, en lo que fue la casa de Clara.
Su música está en Spotify, YouTube, Deezer, iTunes y en todos los sitios electrónicos. Sus seguidores se multiplican. Ha llegado el momento para reconocer a Clara Wieck, dos siglos después de nacida.