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¿Igualdad o comunidad?
C

onsuelo Sánchez acaba de recordarme las reacciones de los neoliberales antizapatistas contra la cultura indígena. Su feroz, permanente ofensiva contra la comunidad, la autonomía y los derechos colectivos y culturales: en 1996, en el marco de la firma (traicionada por el gobierno) de los acuerdos de San Andrés, un connotado académico escribió en una de las dos revistas al servicio intelectual del régimen neoliberal, que el reconocimiento de los derechos colectivos y culturales, fundados en las identidades étnicas, socava el proyecto liberal mexicano y amenaza, de hecho, nuestro proyecto de civilización (citado por Consuelo Sánchez, Construir comunidad: El Estado plurinacional en América Latina, p. 37). Cien citas similares podríamos traer a colación: amenaza a México, al proyecto liberal, a nuestra civilización. Esos derechos, y sobre todo la comunidad, son contrarios, antitéticos, al principio de igualdad en que se funda la República.

¿Es cierto eso? En estos días he reflexionado sobre la revolución de In­dependencia y releyendo a sus mejores historiadores… y a Hidalgo y Morelos. Antier enfatizamos (en La historia del Grito transmitida por la televisión pública) que más allá de las razones políticas coyunturales de la historia tradicional, en septiembre de 1810 estalló una violenta revolución popular en el más desigual de los países del mundo. Sí: el más desigual, según dijo el sabio naturalista Alexander von Humboldt tras recorrer buena parte de nuestra geografía en 1803-04: México es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortuna, civilización, cultivo de la tierra y población.

En la base de esa desigualdad estaba la formación del capitalismo temprano en México y de una economía oligárquica en torno a las minas de plata y su trabajo esclavo, y a los latifundios y la extracción del tributo a los indígenas (un modelo económico que, por cierto, había entrado en crisis terminal e irreversible entre 1790 y 1808). Una desigualdad que se le aparecía a quienes la padecían en forma de hambrunas recurrentes, inauditas tasas de mortalidad infantil y explotación laboral hasta la muerte. Por ello, al sumarse a Hidalgo y Morelos y a cientos de capitanes guerrilleros, miles de mexicanos vieron con claridad la necesidad de destruir la esclavitud, el tributo y el sistema de castas en que se basaba la desigualdad.

Numerosos documentos de Hidalgo y Morelos, de la Junta de Zitácuaro, del Congreso del Anáhuac, demuestran que la igualdad era quizá el más importante de los objetivos de la revolución, tanto o más que la independencia. Y ninguno de esos textos va en contra de la comunidad. Al contrario: en un decreto en que habla de las comunidades de los naturales, Hidalgo ordena que se entreguen a los naturales las tierras para su cultivo, sin que en lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales en sus respectivos pueblos. Podríamos añadir otros en el mismo sentido, además de aquellos decretos que buscan la redistribución de la propiedad, es decir, en términos actuales, la reforma agraria… en favor de dichos naturales.

La idea de igualdad, tal como nace en México de la mano de Hidalgo y Morelos, es profundamente revolucionaria y en nada contrapuesta a la diversidad cultural ni a la comunidad indígena. Es cierto que una parte, quizá mayoritaria, de la siguiente generación de liberales, veía en la comunidad una traba para el desarrollo económico (particularmente nociva sería la ley Lerdo, de 1856), pero aún entre ellos había quienes entendían la necesidad de mantenerla, y no en balde se contaban entre ellos los más admirables, como Ignacio Ramírez, quien expresó en el Congreso Constituyente de 1856: Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es la que nace de suponer que nuestra patria es una nación homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola. Y llama a enriquecernos con esa diversidad. Sería el liberalismo oligárquico porfirista el que sí se empeñó en destruir la comunidad y la diversidad, fracasando en el intento. La propaganda neoliberal que se exacerbó en 1994-96 y que se mantiene hoy, es falsa: la pluralidad étnica y cultural, la diversidad, la comunidad, los derechos colectivos no son contrarios a la nación mexicana. Ni al liberalismo mexicano ni a su proyecto de nación. De hecho, si seguimos a Hidalgo y Morelos, son consustanciales a nuestra nacionalidad.

Permítanme, en otra entrega, hablar de la propuesta de Consuelo Sánchez: entender que al fin tenemos la posibilidad de reconocernos como quería Ignacio Ramírez que nos reconociéramos: como un Estado plurinacional.

Twitter: @HistoriaPedro