na fascinante exposición llamada Bacon en toutes lettres acaba de inaugurarse en el Centro Pompidou en París y quedará abierta hasta enero de 2020. ¿Por qué agregar al nombre del pintor Francis Bacon (Dublín, 1909-Madrid, 1992) las palabras en toutes lettres (en todas letras) al título de esta muestra? La causa es la decisión original de Didier Ottinger, responsable de la exposición, de dar relieve al lazo entre el pintor y la literatura, punto de vista justificado cuando se recuerda, por ejemplo, que Bacon citaba de buena gana los versos de Esquilo: ‘‘el olor de la sangre humana no se aparta de mis ojos”.
Escritores y pintores, entre éstos Velázquez, Rembrandt o Poussin, lo acompañaron a lo largo de su vida. Ahora, en las salas del museo Pompidou, el visitante puede ver las obras de la última época del pintor irlandés de 1971 a 1992. El recorrido, que se inicia con un pequeño Autoportrait de 1976 y se termina con un muy gran Autoportrait de 1973, es entrecortado por seis alcobas donde pueden escucharse textos grabados con las voces de actores que leen páginas de Esquilo, Nietzsche, T.S. Eliot, Michel Leiris, Joseph Conrad, Georges Bataille. En lugar de mostrar una serie de artículos críticos o de servirse de la publicación de sabios análisis, la exposición pone en escena, para el ojo y el oído, una perturbadora cámara de ecos que permite ver y escuchar el lazo profundo y las correspondencias entre la obra del pintor, creador tan atormentado, y el espíritu de algunos escritos.
El choque que experimenta quien descubre un cuadro de Francis Bacon es lo menos que puede sucederle. ¿Cómo no sentirse conmocionado y quedar de mármol ante Sang sur le sol, Peinture, 1986 (Sangre en el suelo, pintura), así como, por otra parte, ante cada obrade este pintor, sea retrato o escena íntima? Cuando en la tela pintada se mira la representación de un cuerpo humano, se recuerda la imperiosa sentencia de André Breton: ‘‘la belleza será convulsiva o no será”, a tal punto la figura se convierte en la presa torcida por una dislocación, una tempestuosa tormenta que estraga el rostro y lo arroja fuera del campo real, aunque por enterorealista, en el espacio de una alucinación que impone su propia visión de los seres y las cosas. El retrato de un hombre visto por Bacon es una imagen trágica, da miedo, y esto bien parece ser la verdadera percepción personal del pintor, quien transmite la idea a quienes miran sus cuadros y aceptan el riesgo de compartir esta espantosa visión de la vida y, sobre todo, de la muerte, su complemento natural. Pensamiento que lleva a las orillas de la locura a quienes han tomado conciencia de su muerte. La vida humana no es precisamente un alegre paseo, es un destino. Y como tal, este destino atañe a la tragedia.
El Triptyque inspiré par l’Orestie d’Eschyle (1981) es una de las obras que ilustran claramente esta inclinaciónhacia lo trágico del pensamiento de Francis Bacon. Para ejecutar su cuadro, el pintor no teme retomar la tradición del tríptico, disposición que era utilizada en los cuadros religiosos de la Iglesia. El artista no se preocupa de los prejuicios. Sea cual sea el terreno, no sigue sino las órdenes de su propia inspiración. El galerista parisiense Claude Bernard, quien introdujo a Bacon en Francia, cuenta que compró un retrato pintado por el artista, al cual colgó de una de sus paredes. ‘‘Claude, no me gusta ese cuadro, hay que destruirlo”. Era un retrato de Suzy Solidor, cantante y modelo célebre en los años 40.
El pintor insistió tanto, y durante varios años, que Bernard aceptó y Bacon pasó al acto con unas tijeras. El galerista se consoló con la toma de una foto tras la cual está escrito: ‘‘Moi, Francis Bacon, détruis ce tableau”.
Otra vez, cuando su amigo Michel Leiris lo llevó a una corrida de toros, Bacon comentó: ‘‘la corrida, como el box, es un maravilloso aperitivo para el amor”.
Lo trágico de la pintura es más cruel cuando se tiñe de humor.