ntre los ensayos que componen el libro póstumo de Oliver Sacks, Cada cosa en su lugar: Primeros amores y últimas anécdotas, para mí destaca Orangutana
, que a continuación traduzco para estas páginas, dispuesta como estoy a ser procesada por la ley de los derechos de autor y, aún castigada, ajena como soy a la regla editorial de solicitar el derecho simplemente a traducirlo, afecta como soy a traducir lo que me conmueva y lo que me ilumine, que es el caso de la presente osadía.
“Hace algunos años, cuando visitaba el zoológico de Toronto, me acerqué al aposento de una orangutana. Se encontraba amamantando a su criatura, pero, en el momento en que pegué mi cara barbada contra la ventana de su amplio y grasiento hospedaje, con delicadeza depositó a su hijo sobre el piso y se acercó a la ventana y apoyó su cara y su nariz contra las mías, del otro lado del vidrio. Supongo que mis ojos volaban de aquí allá mientras contemplaba su cara, hasta que me concentré en sus ojos. Sus brillantes ojos pequeños también revoloteaban, que no sé si eran color naranja, pero observaban mi nariz, mi barba, todas las facciones humanas, aunque asimismo simiescas, de mi cara, como si ella me identificara como a alguien de su especie, o lo más cercanamente afín a su especie, según me pareció. Luego fijó su mirada en la mía, y yo hice otro tanto, como dos amantes que se miran a los ojos penetrantemente, con apenas una hoja de vidrio entre los dos que los separa. Apoyé mi mano izquierda contra la vidriera y, de inmediato, ella la cubrió con la suya derecha. La afinidad entre ellas era obvia, los dos nos dábamos perfecta cuenta. Me pareció asombroso, maravilloso; me provocó la sensación más intensa de parentesco y cercanía que había experimentado nunca ante ningún animal. Su gesto parecía decir, ‘Ves, también mi mano es exactamente igual a la tuya’. Pero, al mismo tiempo, era un saludo, como darse un apretón de manos, o mejor, como pegarse las palmas de las manos, los cinco dedos contra los cinco dedos. Luego apartamos cada uno su cara del vidrio, y la orangutana regresó con su recién nacido. He tenido y amado mascotas, perros y otros animales, pero nunca me había enfrentado a un instante como el que viví con esta compañera primate, de reconocimiento mutuo, de sentido de parentesco.”
Pero la sensibilidad de Sacks se extiende a las bibliotecas, según se ve en el siguiente fragmento.
“El cambio empezó en la década de 1990. Yo seguía visitando la biblioteca. Me sentaba ante una mesa frente a una pila de libros, aunque los estudiantes hacían caso omiso de los libreros y más bien consultaban sus computadoras. Muy pocos se acercaban a los anaqueles. Para ellos, los libros resultaban innecesarios. Y, en vista de que la mayoría de los usuarios ya no recurría a los libros, la universidad finalmente decidió deshacerse de ellos.
“Yo no sabía que esto estuviera ocurriendo, no sólo en la biblioteca Einstein sino en las universidades y en las bibliotecas públicas del país. Hace poco me horroricé cuando visité la biblioteca y me encontré con los estantes prácticamente vacíos, cuando una vez estuvieron desbordantes. A lo largo de estos últimos años parece que la mayoría de los libros han sido de-sechados, sin que nadie parezca protestar. Por lo que hace a mí, con la destrucción de siglos de conocimiento sentí que se había cometido un crimen.
“Al advertir mi zozobra, un bibliotecario me aseguró que todo lo que ‘valía la pena’ se había digitalizado. Pero yo no uso computadora, y estoy profundamente triste ante la pérdida de los libros, incluso de los periódicos encuadernados, pues un libro impreso tiene algo de irremplazable. Su aspecto, su olor, su peso. Recordé cómo, antes, la biblioteca apreciaba los libros ‘viejos’, incluso tenía una sala especial para libros raros. Recordé cómo, en 1967, mientras escudriñaba los estantes, había dado con un libro de 1873, Migraña, de Edward Liveing, que me inspiró a escribir mi primer libro.”