finales de agosto apareció una noticia, que fue publicada en este diario, así como en El Universal, y que contaba un hallazgo macabro: bolsas de basura tiradas en un baldío afuera del fraccionamiento amurallado de La Primavera, en Culiacán (Sinaloa), que contenían más de 5 mil huesitos de manos y pies humanos. Esos huesos pertenecieron a hombres, mujeres y niños. El reporte de El Universal contaba, además, que en el camino entre La Primavera y el tiradero La Cohetería hay varias cruces que conmemoran los humanos cuyos restos fueron hallados en ese trayecto, es decir, rumbo al basurero. Es el humano vuelto basura. Es también el asesinato de la cultura humana misma.
Una de las cruces se mantenía protegida con una chamarra roja. Se veía que tenía pocos días de haber sido colocada ahí.
Y un acompañante del periodista le explicó que ahí acostumbran arropar esas cruces, porque así les dan identidad a sus muertos
. Ese breve gesto de arropar una cruz donde se encontraron los restos de una persona que había sido tratada como basura es, en realidad, una lucha conmovedora por la civilización humana. Es una lucha por rescatar lo humano de la basura y del imperio de la violencia.
Estamos presenciando, en esto, unos niveles de violencia y de nihilismo que transgreden los límites de la cultura humana. La persona humana ha sido convertida por sus asesinos en basura, ante un Estado desmembrado. Y ante una sociedad inerme, que no consigue ni siquiera ya retener en la memoria estos hechos.
Cinco mil huesos de manos y de pies significan... ¿cuánta gente torturada? La mano tiene 27 huesos. El pie tiene 26. O sea que aquellos 5 mil huesitos pertenecieron a alrededor de 100 manos o pies, de quién sabe cuántos seres humanos.
Con todo, este horror hizo mayor eco, ni en los medios ni en las redes. No llegó a ser un escándalo nacional. En realidad, tendría que consternar al mundo entero. Al par de semanas de esta nota, aparece otra que, curiosamente, refiere también a un suceso en una colonia llamada La Primavera, sólo que esta Primavera está en Zapopan, Jalisco, y allí encontraron una fosa clandestina. Cito a Mauleón, quien publicó la nota: Aparecieron bolsas de plástico que contenían restos humanos cuidadosamente seccionados. Manos, pies, cabezas. Todo en el más macabro desorden
.
Y, de nuevo, lo mismo. Tortura y asesinato, seguido de la degradación del cuerpo humano. Encontraron 119 bolsas de basura, que contenían 16 cuerpos completos y 13 incompletos. Los forenses creen que cuando hayan terminado de estudiar aquel despojo, acabarán siendo unos 40 cadáveres los que fueron tirados ahí. Y el periodista agrega todavía otro caso, en el mismo texto: en marzo, se encontraron bolsas de basura con los cuerpos de 20 personas que fueron echados a un canal de aguas negras, en Itlahuacán de los Membrillos, Jalisco –un lugar cuyo nombre, con este hecho, pasó de ser poético, a quedar manchado por la repentina ambigüedad que con él ha cobrado la palabra membrillo
.... Y, de nuevo, no hay escándalo.
La sociedad mexicana se ocupa mejor rasgándose las vestiduras con lo de Ayotzinapa que con las masacres nuestras de cada día. Como si esa historia, que, ciertamente, pasa también por un basurero, tuviera algún rasgo especial que le mereciera algún privilegio, alguna honra especial en medio del naufragio general de la honra. Como si aquella historia tuviera algo excepcional. Como si, al imaginar que se trata de un drama protagonizado por estudiantes
asesinados por el Estado
, le confiriera a aquellos hechos bárbaros alguna singularidad, alguna distinción.
A estas alturas, privilegiar la noche de Iguala sobre las demás, es una manera de curarnos en salud ante la incultura en que ha caído el país. En Sinaloa, los parientes y amigos de los asesinados ponen cruces donde encuentran cuerpos, y las visten. Le ponen quizá también alguna chamarra a la cruz, para darle identidad a sus muertos
. Y eso ocurre en el seno de una sociedad que se llena de basura. Que trata a sus bosques y a sus mares y a sus ciudades como basura. Y que se está empezando a acostumbrar a vivir con la idea de que matar no significa gran cosa, porque los muertos son también basura. Envueltos en plástico, aquellos muertos ni siquiera pueden volver a la tierra.
Cuando una sociedad no se identifica –toda ella– con Antígona, cuando permite que los muertos sean profanados y que sus cuerpos queden insepultos, aquella sociedad ha perdido el rasgo cardinal de la cultura y de la civilización.
Así, la historia de estas notas recientes hace recordar algún libro de Jorge Semprún, en que narró su experiencia como preso político en el campo de concentración de Buchenwald, durante la Segunda Guerra Mundial. Buchenwald estaba próximo a Weimar y en medio del mismo paisaje romántico que hacía recordar que fue hogar de Goethe y de Schiller. Y Semprún se preguntaba cómo podía existir Buchenwald en medio de ese paisaje y cómo la gente que vivía afuera del campo de concentración podía pasar sus días ignorándolo, de una manera tan activa. Ignorando...
México necesita prestarle el micrófono a cada una de sus Antígonas hasta que las escuchemos a todas. Escuchar a cada persona que llora a un muerto, o que le pone una chamarra a una cruz anónima. Necesita contemplar la enormidad del pecado en que vive como sociedad –ya no simplemente para culpar al Estado o a los criminales– sino en primer lugar para volver a ser una civilización, una sociedad humana.