Domingo 29 de septiembre de 2019, p. a20
La escritora Amélie Nothomb hurga en las relaciones laborales y plasma la peculiar manera de ser de los japoneses en su obra Estupor y temblores, con traducción de Sergi Pàmies e ilustración de la portada de Ana Juan, que el sello Anagrama, con sede en Barcelona y con motivo de sus 50 años publica en edición conmemorativa. Jerarquías, convencionalismos y sumisión tienen cabida en la narrativa de esta autora. Con autorización de Anagrama, distribuida en México por Océano, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de este libro.
El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie.
Podríamos decirlo de otro modo. Yo estaba a las órdenes de la señorita Mori, que estaba a las órdenes del señor Saito, y así sucesivamente, con tal precisión que, siguiendo el escalafón, las órdenes podían ir saltando los niveles jerárquicos.
Así pues, en la compañía Yumimoto yo estaba a las órdenes de todo el mundo.
El 8 de enero de 1990, el ascensor me escupió en el último piso del edificio Yumimoto. El ventanal, al fondo del vestíbulo, me aspiró como lo habría hecho la ventanilla rota de un avión. Lejos, muy lejos, se veía una ciudad tan lejos que dudaba haberla pisado jamás.
Ni siquiera se me ocurrió pensar que fuera necesario presentarme en la recepción. En realidad, no me rondaba la cabeza ninguna ocurrencia, sólo la fascinación por el vacío, por el ventanal.
A mis espaldas, una voz ronca acabó por pronunciar mi nombre. Me di la vuelta. Un hombre de unos cincuenta años, bajo, delgado y feo, me miraba con desagrado.
–¿Por qué no le ha comunicado su llegada a la recepcionista? –me preguntó.
No supe qué contestar y nada contesté. Incliné la cabeza y los hombros, constatando que en tan sólo diez minutos, sin haber pronunciado ni una palabra, ya había causado una mala impresión en mi primer día en la compañía Yumimoto.
El hombre me dijo que se llamaba señor Saito. Me pidió que le siguiera por innumerables e inmensas salas, en las que me presentó a multitud de personas, cuyos nombres yo iba olvidando a medida que él los iba pronunciando.
Luego me hizo pasar al despacho de su superior, el señor Omochi, que era enorme y espantoso, lo cual confirmaba su condición de vicepresidente.
A continuación, me señaló una puerta y, con tono solemne, me anunció que, tras ella, estaba el señor Haneda, el presidente. Ni que decir tenía que no debía pasárseme por la cabeza la posibilidad de conocerlo.
Finalmente, me guió hasta una gigantesca sala en la que trabajaban unas cuarenta personas. Me indicó cuál era mi sitio, situado justo frente al de mi inmediata superiora, la señorita Mori. Esta última asistía a una reunión en aquel momento y se reuniría conmigo a primera hora de la tarde.
El señor Saito me presentó rápidamente a la asamblea. Y a continuación me preguntó si me gustaban los retos. Estaba claro que no tenía derecho a responder con una negativa.
–Sí –dije.
Fue la primera palabra que pronuncié en la empresa. Hasta aquel momento me había limitado a inclinar la cabeza.
El ‘‘reto’’ que me propuso el señor Saito consistía en aceptar la invitación de un tal Adam Johnson para jugar juntos al golf el domingo siguiente. Yo tenía que escribir una carta en inglés dirigida a dicho señor para comunicárselo.
–¿Quién es Adam Johnson? –cometí la estupidez de preguntar.
Mi superior suspiró con exasperación y no respondió. ¿Acaso constituía una aberración no saber quién era Adam Johnson o, por el contrario, mi pregunta había pecado de indiscreción? Nunca lo supe –y nunca supe quién era Adam Johnson.
El ejercicio me pareció fácil. Me senté y redacté una carta cordial: el señor Saito se mostraba encantado con la idea de jugar al golf el próximo domingo con el señor Johnson y le transmitía sus más cordiales saludos. Se la llevé a mi superior.
El señor Saito leyó mi trabajo, soltó un despectivo chillido y la rompió:
–Repítala.
Pensé que quizás había sido excesivamente amable o familiar con Adam Johnson y redacté un texto frío y distante: el señor Saito acusaba recibo de la decisión del señor Johnson y, conforme a sus deseos, jugaría al golf con él.
Mi superior leyó mi trabajo, soltó un despectivo chillido y la rompió:
–Repítala.
Sentí la tentación de preguntarle en qué me había equivocado, pero como su reacción a mi investigación respecto al destinatario de la carta ya había demostrado, parecía evidente que mi jefe no toleraba las preguntas. Así pues, debería averiguar por mi cuenta qué clase de lenguaje utilizar con el misterioso Adam Johnson.
Pasé las horas siguientes redactando cartas dirigidas al jugador de golf. El señor Saito marcaba el ritmo de mi producción rompiéndolas, sin más comentario que aquel chillido a modo de estribillo. Cada vez me veía obligada a inventar una nueva formulación.
Aquel ejercicio tenía un lado ‘‘Hermosa marquesa, vuestros divinos ojos me matan de amo’’ que no dejaba de tener su encanto. Exploré categorías gramaticales mutantes: ‘‘¿Y si Adam Johnson se convirtiera en verbo, próximo domingo en sujeto, jugar al golf en complemento directo y el señor Saito en adverbio? El próximo domingo acepta encantado adamjohnsonizar un jugar al golf señorsaitomente. ¡Chúpate ésta, Aristóteles!’’
Empezaba a divertirme cuando me interrumpió mi superior. Rompió la enésima carta sin siquiera leerla y me comunicó que la señorita Mori acababa de llegar.
–Esta tarde trabajará usted con ella. Mientras tanto, tráigame un café.
Ya eran las dos de la tarde. Mis ejercicios epistolares me habían absorbido tanto que ni siquiera se me había ocurrido hacer la más mínima pausa.
Dejé la taza sobre la mesa del señor Saito y me di la vuelta. Una chica alta y grande como un arco se dirigía hacia mí.
Siempre que pienso en Fubuki me viene a la mente el arco nipón, más alto que un hombre. Por eso bauticé la empresa ‘‘Yumimoto’’, es decir: ‘‘las cosas del arco’’.
Y cuando veo un arco, siempre me viene a la mente Fubuki, más alta que un hombre.
–¿La señorita Mori?
–Llámeme Fubuki.
Yo ya no escuchaba lo que me decía. La señorita Mori medía por lo menos un metro ochenta, una altura que pocos varones japoneses alcanzan. Pese a la rigidez nipona a la que tenía que sacrificarse, era una mujer esbelta y absolutamente cau- tivadora. Pero lo que me dejó de piedra fue el esplendor de su rostro. Ella me hablaba, yo escuchaba el sonido de su voz, dulce y rebosante de inteligencia. Me mostraba los expedientes, me explicaba cuál era su contenido, sonreía. No se daba cuenta de que no la estaba escuchando (...)