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Vox Libris
Desierto sonoro
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▲ Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), imagen incluida en el libro.Foto © Diego Berruecos/Editorial Sexto Piso
Periódico La Jornada
Domingo 13 de octubre de 2019, p. a16

Desierto sonoro, tercera novela de Valeria Luiselli, combina lo mejor de dos grandes tradiciones literarias, la del viaje y la del éxodo. Ofrece instantáneas que retratan las infinitas capas del paisaje geográfico, sonoro, político y espiritual de la realidad contemporánea. En esa obra, la autora, que ha sido galardonada con los premios Los Angeles Times Book y el American Book, retoma el tema de los niños migrantes y lo entreteje con su historia familiar. Con autorización de la Editorial Sexto Piso, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de este libro.

Bocas abiertas al sol, duermen. Niño y niña: frentes perladas de sudor, cachetes colorados, hilos de baba seca. Ocupan toda la parte de atrás del coche –extendidos, despatarrados, rotundos, plenos–. Desde el asiento del copiloto me volteo para mirarlos cada tanto, y luego sigo estudiando el mapa. Avanzamos rumbo a la periferia dela ciudad con la lava lenta del tráfico, que se mueve por el puente George Washington para disolverse, más adelante, en la autopista. Un avión sobrevuela y deja una cicatriz blanca en el paladar azul del mediodía. Mi marido, al volante, se ajusta el sombrero y se seca la frente con el dorso de la mano.

Léxico familiar

No sé qué les diremos a los dos niños en el futuro, mi marido y yo. No es toy segura de qué partes de nuestra historia decidirá, cada uno por su lado, editar o suprimir, ni qué secciones reordenaremos e insertaremos de nuevo para crear la mezcla definitiva –y eso que suprimir, reordenar y editar mezclas finales es, quizá, la descripción más precisa de nuestro oficio–. Pero los niños harán preguntas, porque preguntar es lo que los niños hacen. Y no nos quedará más remedio que contarles algo con un inicio, un desarrollo y un final. Tendremos quedar respuestas, ofrecerles una narrativa.

El niño cumplió diez años ayer, justo un día antes de irnos de la ciudad. Fuimos espléndidos con los regalos. Nos había dicho, sin titubeos:

No quiero juguetes.

La niña tiene cinco años, y desde hace unas semanas ha estado preguntando, una y otra vez:

¿Y yo cuándo cumplo seis?

Ninguna respuesta la deja satisfecha, así que en general le contestamos con ambigüedades:

Pronto.

En unos meses.

En menos de lo que canta un gallo.

La niña es hija mía y el niño es de mi marido. Soy madre biológica de una, madrastra del otro y madre de facto de los dos. Mi esposo es padre y padrastro de cada uno, respectivamente, pero también padre de ambos, así sin más. Por lo tanto, la niña y el niño son: hermanastra, hijo, hijastra, hija, hermanastro, hermana, hijastro y hermano. Y puesto que estas construcciones y estos matices innecesarios complican demasiado la gramática del día a día –el nosotros, el ellos, el nuestro, el tuyo–, tan pronto como empezamos a vivir juntos, cuando el niño tenía casi seis años y la niña era todavía una bebé, adoptamos el adjetivo posesivo nuestros, mucho más simple, para referirnos a los dos. Se convirtieron en lo que son: nuestros hijos. Y a veces, a secas: el niño, la niña. Los dos aprendieron rápidamente las reglas de nuestra gramática privada, y adoptaron los sustantivos comunes mamá y papá, o a veces ma y pa. Y al menos hasta ahora nuestro léxico familiar ha definido bien los límites y los alcances de este mundo compartido.

Trama familiar

Mi marido y yo nos conocimos hace cuatro años, mientras grabábamos audio para un paisaje sonoro. Éramos parte de un equipo más amplio, que trabajaba para el Centro de Ciencia Urbana y Progreso de la Universidad de Nueva York. El objetivo del proyecto era registrar y catalogar los sonidos emblemáticos o distintivos de la ciudad: el rechinido del metro al detenerse, la música en los pasillos subterráneos de la estación de la calle 42, los pastores predicando en Harlem, el rumor de voces y murmullos en la bolsa de valores de Wall Street.

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Pero también había que compendiar y clasificar todos los sonidos que produce la ciudad y que, en general, pasan inadvertidos, como mero ruido de fondo: cajas registradoras abriéndose y cerrándose en los delis de las esquinas, un guion ensayado en un teatro vacío, las corrientes submarinas del río Hudson, los graznidos de los gansos canadienses que cagan desde lo alto, en pleno vuelo, mientras sobrevuelan el parque Van Cortland, los columpios que se balancean en las áreas de juego de Astoria, las manos de una vieja coreana afilando uñas adineradas en el Upper West Side, las flamas de un incendio deshojando un viejo edificio del Bronx, un peatón propinándole un rosario de madafakas a otro. En el equipo había periodistas, artistas sonoros, geógrafos, urbanistas, escritores, historiadores, acustemólogos, antropólogos, músicos e incluso batimetristas, con sus ecosondas multihaces, que sumergían en los cuerpos de agua que rodean la ciudad para medir la profundidad y los contornos de los lechos fluviales. Todos, en parejas o en pequeños grupos, medíamos y registrábamos longitudes de onda por toda la ciudad, como si buscáramos documentar los jadeos de una bestia gigante.

A él y a mí nos pusieron a trabajar en pareja y nos asignaron la tarea de grabar, durante un periodo de cuatro años, todos los idiomas hablados en la ciudad. La descripción de nuestras responsabilidades especificaba: ‘‘realizar un muestreo de la metrópolis con la mayor diversidad lingüística del mundo, y mapear la totalidad de los idiomas hablados por sus adultos e infantes’’. Resultó que hacíamos bien nuestra tarea. Y que hacíamos un buen equipo, incluso demasiado bueno. Trabajábamos más horas y con más entrega de la que se requería, quizá para tener una excusa para vernos más seguido. Entonces, tal vez de manera un poco predecible, después de sólo unos meses trabajando juntos nos enamoramos –de cabeza, como una piedra que se enamora de un pájaro y ya no sabe dónde empieza la piedra y dónde termina el pájaro–. Cuando llegó el verano decidimos mudarnos a vivir juntos, cada uno aportando un hijo a la ecuación. Nos volvimos una tribu.

La niña no se acuerda de nada de ese periodo, por supuesto. El niño recuerda que yo siempre traía puesto un suéter de lana azul, largo hasta las rodillas, al que le faltaban algunos botones; y que a veces, cuando se quedaban dormidos, me lo quitaba y los tapaba a los dos con él, y olía a tabaco y picaba un poco. La mudanza fue una decisión impulsiva, tan confusa, urgente y hermosa como se sienten las cosas cuando no estás pensando en sus consecuencias. Luego, vinieron las consecuencias. Conocimos a nuestras respectivas familias extendidas, nos casamos por la ley civil, y empezamos a pagar impuestos de sociedad conyugal. Nos volvimos una familia.

Inventario

En los asientos delanteros: él y yo. En la guantera: seguro del coche, tarjeta de circulación, manual de usuario y mapas de carreteras. En el asiento de atrás: los niños, sus mochilas, una caja de kleenex y una hielera azul con botellas de agua y comida perecedera. En la cajuela: una pequeña bolsa de gimnasio con mi grabadora digital para voz marca Sony, modelo PCMD50, audífonos, cables y baterías de repuesto; la mochila organizadora Porta-Brace para audio de mi esposo, con su boom plegable, micrófono, audífonos, cables, zeppelin, filtro tipo dead-cat y su grabadora 702T. Además: cuatro maletas chicas con nuestra ropa, y siete cajas de archivo (38 x 30 x 25 cm) de cartón con doble fondo y tapas resistentes (...)