a renuncia sorpresiva de un ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación es una señal más de que las cosas están cambiando en México, es un dato que se suma a otros muchos que indican que la Cuarta Transformación no es una frase de campaña, es un quiebre histórico de fondo en el que participan un gobernante electo democráticamente, sin la mínima duda al respecto, un pueblo politizado y lleno de esperanza y un equipo de gobierno heterogéneo sin duda y, por tanto, representativo de un amplio espectro político de la población, a veces inexperto, pero siempre empeñoso, que pone el bien común sobre el interés individual o sectorial y lo más importante, convencido de que está haciendo historia.
Hay, desde el 1º de julio de 2018, un aire nuevo, se abrieron las ventanas de la casa, se respira mejor, se discute, se dan y reciben tanto opiniones razonables como ataques viscerales, pero la política ya no es algo reservado a unos cuantos, a los poderosos encerrados en sus despachos, o participando en banquetes en el restaurante de moda o en el club. La gente sabe lo que pasa en los tribunales, en las cámaras, en la economía y en la seguridad pública; nada queda oculto, todo se transparenta, estamos en algo nuevo, fresco, democrático y participativo.
Y en este ambiente de apertura, el Poder Judicial se nos atrasa, ha caminado con parsimonia, se ha rezagado; resistió a disminuir los altos emolumentos de ministros, jueces y magistrados, conserva prácticas de comportamiento del viejo régimen, por eso la renuncia de Eduardo Medina Mora a su alta investidura, a su cargo de primer nivel, a sus ingresos cuantiosos, a su fuero constitucional; fue una sacudida que desató polémicas y despertó la atención de todos.
La renuncia dio pie a una cascada de críticas al renunciante, pero también a una tibia defensa. Por parte de los críticos de siempre, a la búsqueda de argumentos, para minimizar el tema de fondo y desviar la atención del hecho que sorprendió a todos, la decisión de un alto personaje, un poderoso, que abandona una posición privilegiada; se dijo que fue víctima de la presión de los medios o que se sintió obligado por las investigaciones salidas a la luz pública, de movimientos de cuantiosos fondos de su propiedad a bancos extranjeros. Lo cierto es que forzado o no, motivado por causas ajenas a su voluntad, no lo sabemos a ciencia cierta, renunció y esto dio lugar a versiones, hipótesis y explicaciones que llenaron planas y comentarios en los medios y todo tipo de opiniones en las redes sociales.
Lo cierto es que se separó sin hacer expresas sus razones y dejando una sombra de incertidumbre; pero no hay que olvidar el proloquio latino coacta voluntas, voluntas est y como la determinación del ministro no dejó dudas, entonces el debate se centró en determinar si el proceso que siguió a su carta de renuncia, respetó o no las normas de la Constitución. Se dijo que se violaba el artículo 98 de la Carta Magna porque no expresó causas graves de su decisión, que el Presidente no debió por ello aceptarla, ni el Senado hizo bien en aprobarla.
Para claridad de este asunto, transcribo el pequeño párrafo del artículo 98: aplicable al caso: Las renuncias de los ministros de la Suprema Corte de Justicia solamente procederán por causas graves; serán sometidas al Ejecutivo, y si éste las acepta, las enviará para su aprobación al Senado
. No se aclara expresamente quién califica la gravedad de las causas de la renuncia, pero sí se dice quién puede aceptarlas o rechazarlas; la verdad es que el Presidente actuó conforme a lo ordenado y el Senado también; tomaron la decisión, el primero en forma individual y la cámara alta después de una discusión abierta y una votación incuestionable; ahí se discutieron las causas, que ya eran públicas, de la decisión del ministro.
El artículo 98 se aplicó en sus términos, cada autoridad hizo lo que el precepto le permite; en el caso del Senado, se aplicó, además, la Ley Orgánica del Congreso y los reglamentos de debates; pero hay algo más. En el trasfondo del asunto a debate, se encuentra un principio de derecho aplicable a la interpretación de las leyes y de otras expresiones de la voluntad de la autoridad; este principio indica que cuando hay duda se debe interpretar conforme al sentido más adecuado para que la voluntad del legislador surta sus efectos. No aceptar o no aprobar una decisión tan clara de quien libremente optó por dejar su cargo hubiera significado el desconocimiento de la voluntad del renunciante y también de la ley; se hubiera creado una situación de ambigüedad que a nadie beneficiaría y mucho menos al interés público.
La interpretación debe hacerse buscando el sentido más razonable de la norma jurídica, de tal modo que ésta no sea letra muerta, ni la puerta de entrada a dudas y dilaciones en la administración de justicia. Interpretar de otra manera, en lenguaje popular, sería como buscarle tres pies al gato
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