l lunes pasado el presidente Andrés Manuel López Obrador, junto con su gabinete de seguridad, rindió un informe pormenorizado sobre lo hecho en los primeros 10 meses de su gobierno en materia de seguridad pública y sobre la situación de la violencia delictiva. No fue un informe autocomplaciente ni mucho menos. La aplicación masiva de programas de bienestar, combinada con la lucha contra la corrupción y con el inicio del despliegue de la Guardia Nacional, no han dado los resultados perceptibles y a corto plazo que muchos esperaban.
Es inquietante, en todo caso, que ese mismo día haya tenido lugar una masacre de policías estatales que cayeron en una emboscada de grupos delictivos en el municipio de Aguililla, Michoacán, que un día después ocurriera un enfrentamiento en Iguala, Guerrero, en el que murieron 13 presuntos sicarios y un efectivo castrense, y que ayer se hayan desatado en Culiacán, Sinaloa, fuertes combates entre grupos de hombres armados y efectivos policiales y militares, con un saldo aún desconocido al momento de escribir este texto.
La intensidad de los tres enfrentamientos y lo abultado del número de muertos de los dos primeros resultan muy inusuales como para tratarse de una mera coincidencia. En los tres casos los hechos parecen insólitamente favorables para dar la razón quienes se empeñan en sostener que el viraje de la Cuarta Transformación en materia de paz y seguridad pública está condenado al fracaso y que la única solución es volver a las soluciones bélicas aplicadas por Felipe Calderón en forma desembozada y continuadas con cierta hipocresía en el gobierno de Enrique Peña Nieto.
En otros términos, la secuencia y el encarnizamiento de las confrontaciones en esas tres entidades del litoral Pacífico dan la impresión de ser acciones concertadas para exigir un retorno a la guerra y al uso indiscriminado de los calibres militares, a la sospecha previa sobre las poblaciones y a la restauración delvínculo perverso entre seguridad pública y seguridad nacional establecido por el Calderonato y que, entre éste y el Peñato, se tradujo en más de 200 mil muertos y más de 40 mil desaparecidos.
Y cuando se observan los videos de las ametralladoras Barrett .50 montadas en camiones de tres y media toneladas que los estamentos delictivos sacaron a relucir ayer en Culiacán, resulta inevitable preguntarse cuántos de esos instrumentos de guerra venían incluidos en las transacciones del operativo Rápido y furioso con las que la oficina de armas de fuego del gobierno estadunidense proveyó de armas a la criminalidad mexicana en 2009.
Si la frecuencia y la mortandad de los combates es una mera casualidad, tal vez también lo sea el que fueran el telón de fondo con el que presentó su renuncia a la Suprema Corte de Justicia de la Nación el hoy ex ministro Eduardo Medina Mora, el hombre que, desde la titularidad de la Procuraduría General de la República en tiempos de Calderón, estuvo al tanto de los envíos de armas de Washington a un cártel de la droga y que no movió un dedo para detenerlos ni para sancionarlos. Y tal vez sea otro fruto del azar el hecho de que el miércoles pasado haya resuelto dejar el liderazgo del sindicato petrolero Carlos Romero Deschamps, quien ha sido señalado como el máximo exponente de la corrupción charra, esa modalidad de saqueo regular al erario combinada con la construcción de dirigencias gremiales que no actuaban en beneficio de los trabajadores, sino para someterlos a los designios políticos y electorales de la Presidencia. Y otra mera casualidad sería la tercera gran derrota de la semana experimentada por los círculos del viejo régimen: el arranque de las obras en lo que será el Aeropuerto Felipe Ángeles en Santa Lucía, estado de México: el último clavo en el ataúd del aeropuerto de Texcoco, el más astronómico de los negocios turbios que pudo idear la oligarquía neoliberal.
Podría parecer injustificado y hasta infame el manifestar, sin tener pruebas contundentes en la mano, la sospecha de una vinculación más allá de la coincidencia temporal entre las derrotas de la oligarquía neoliberal y la violenta arremetida de la delincuencia organizada. No lo es: tanto sobre la actuación omisa y delictiva de la PGR calderonista como sobre la corrupción priísta en los sindicatos oficialistas
existen documentados señalamientos que no fueron investigados y que, por el contrario, la voluntad de los anteriores titulares del Ejecutivo federal se empeñaron en ocultar y dejar pasar y tal opacidad da plena justificación a la duda y al cuestionamiento de si los actos de violencia delictiva de esta semana fueron no episodios aislados e inconexos de las organizaciones criminales sino contragolpes del viejo régimen que las engendró con sus políticas económicas, las fortaleció con estrategias equívocas y las solapó con prácticas corruptas.
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