stuve en Chile en las postrimerías del último gobierno físico de Augusto Pinochet, y también cuando Estados Unidos y la oligarquía criolla no le permitían gobernar a Salvador Allende. Lo que más me llamó la atención tras el golpe de Estado, fue la muerte de la alegría. La gente se resguardaba en sus casas a las 10:00 pm. No había vida nocturna, ni se escuchaban carcajadas sonoras, ni cuecas multitudinarias con pañuelos rojos. Doy fe que nunca más oí la risa, una risa estridente, democrática, como solía decir el gran poeta cubano Nicolás Guillén.
En Valparaíso, la clase media hacía pasarela en los festivales, banalizaba sus lecturas y renunciaba, incluso, a los imprescindibles autores chilenos. Varios adolescentes no supieron responderme un par de preguntas elementales sobre Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Los grandes cineastas chilenos aún desconfiaban y tenían los negativos de sus obras a buen recaudo en los archivos del Icaic, en La Habana.
Santiago estaba muerta y Concepción muy oscura y desolada, como los pueblos de Rulfo, pero con ínfulas de Múnich.
Varios años después retorné una vez más: Chile estaba norteamericanizándose de tal modo que me fue difícil reconocer algunos lugares otrora frecuentados por mí. Una pitonisa me dijo, así de pronto, que mi aura estaba oscura y que debía evitar los aviones y a los señores viejos y calvos. Algo de razón tenía la pobre mujer.
No olvidaré jamás que aquella visita coincidió con los dos conciertos que iba a ofrecer Michael Jackson en Santiago, de los cuales sólo uno se efectuó, pues los carabineros se negaron olímpicamente a garantizar la seguridad del estadio en la segunda ocasión, y, como es de suponer, hubo que suspenderlo. Pero aquel hecho, no obstante la caprichosa conducta del rey del pop
, sirvió para probarme que los carabineros eran quienes mandaban realmente en Chile. Pinochet seguía siendo el único, el verdadero rey.
Esta vez me fui a Lebu, un pequeño y hospitalario pueblo minero del Sur, a un festival de cine que quizás fuese entonces el más original y humano del mundo, y aproveché la ocasión para saber del poeta Gonzalo Rojas, otro grande pero desconocido amigo a pesar de sus lauros. Los adultos de Lebu y de Chile continuaban tristes, pero los niños no. Los ancianos vivían un interminable toque de queda. Igual que en Berlín (Occidental y Oriental) cuando lo visité 30 años después de la derrota del fascismo. Qué raro y corrosivo era el humor entonces, y aún en Chile.
En fin, sin idealizar la circunstancia actual, este Santiago de hoy me parece sencillamente otro, único en su historia. Ojalá se abran para siempre las grandes alamedas... Ojalá sigan las calles llenas de pueblo... Ojalá Chile logré sepultar el dolor y la tristeza para toda la vida y sea, para alegría de todos y todas, como él Chile que los chilenos se merecen y sueñan. Piñera ya es pasado, lo enterró este pueblo, lo borró la historia.
* Escritor cubano. Coordina la Red de Redes En Defensa de la Humanidad en Cuba