e nuevo, el presidente Andrés Manuel López Obrador antepone lo que ha optado por llamar un nuevo régimen, otra manera de entender y hacer las cosas, a un ejercicio cauteloso sobre lo acontecido que, desde cualquier perspectiva, régimen o modo de entender, ha sido y continúa siendo muy grave. Se impone así, desde el estilo personal
del gobernante, una opacidad que a nadie beneficia. Desde luego, no a la ciudadanía, pero tampoco a quienes tienen la responsabilidad de gobernar.
Si se insiste en que lo ocurrido en Culiacán obedece a alguna versión de la teoría de la conspiración, hay que identificar al o los beneficiarios, pero, aparte de los delincuentes que liberaron a su jefe, no es fácil encontrar al rentista de tanto desatino. Todos pierden, parece haber sido el mensaje único de los dados.
Parte de los efectos nocivos de esta extraña y compleja relación entre gobernantes y gobernados es una suerte de banalización del crimen y la violencia que son presentados como partes de una normalidad
que, sin ser nueva, sí se ha implantado como una grieta mayor de la política y la estrategia del gobierno para atender la seguridad pública y combatir el crimen, organizado y no. Al cruzar prácticamente toda la orografía del Estado, esta falla implica un peligro inminente para el conjunto estatal que, para mantenerse y desplegarse como tal, depende del apoyo ciudadano así como de los grupos organizados que dan cuerpo a la sociedad civil.
El riesgo de que el edificio se resquebraje más de lo que está fue advertido con oportunidad. Eso fue lo que llevó a algunos acervos críticos del gobierno y del Presidente a manifestar su apoyo porque había, hay, que defender al Estado. Sin embargo, reducir la defensa a una abstracción institucional no es concebible; es indispensable concretarla en el gobierno, de cuyas capacidades y destrezas depende en gran medida el funcionamiento del conjunto.
No hay, a la vista, ningún dispositivo capaz de darle cohesión a lo que queda del sistema político; menos a los organismos y agencias encargados del orden público y la protección de las comunidades. Sobre todo cuando frente a lo que estamos es una versión magnificada de un desastre nacional
, y el primero en actuar debe ser la fuerza armada, en particular, el Ejército nacional.
Fuerzas que durante años de descuido gubernamental han sido atravesadas en sus tejidos y, más recientemente, al calor de una guerra que ha traído consigo muchas muertes y corrupciones. Su rehabilitación requiere tiempo y dedicación sostenidos, aporte de destrezas y conocimientos concentrados en unos cuantos destacamentos de las fuerzas armadas, muchos de cuyos mandos y auxiliares reportan un agotamiento físico y mental acusado. El episodio sinaloense dio cuenta de esto, pero, también nos recordó la persistencia de una narcocultura que envenena las relaciones sociales y desnaturaliza a muchos órganos estatales responsables de la administración y la procuración de la justicia.
Este velo social
que envuelve a jóvenes y viejos, campesinos, comerciantes y funcionarios, no se erradica con llamados al buen comportamiento, supone toda una tarea y enormes esfuerzos para gestar una auténtica comunidad moral que se sustente en entendimientos firmes, indispensables para sanear el Estado y democratizarlo. Y, desde luego para recobrar la confianza en el otro; sea gobernante o transeúnte.
No hay garantía alguna de salir bien librados de tamaña empresa que, vista sin arrogancia ni cinismo, puede reclamar el calificativo de civilizatoria. Sin embargo, no hay de otra; tampoco rodeos ni atajos, mucho menos voltear para otro lado. La solidaridad y el apoyo al gobierno son tan necesarios como lo son el ejercicio de la crítica y el reclamo de información y explicaciones claras. Los huecos han sido muchos y no podemos cerrar los ojos a lo que es una debilidad ominosa.
Nos urgen miradas críticas, amplias, para saltar el cerco de la inmediatez y darle la vuelta al mutismo de fondo que maniata reflejos y sensibilidades políticas, ante el peligro y la necedad.