hile está demostrando la crisis sistémica de la democracia liberal y la economía de mercado. Hasta hace apenas unas semanas, el país andino era el ejemplo a seguir en prácticamente todos los rubros de la economía y la civilidad política. La lógica de muchos chilenos –hermanos de México por más de una razón y una fecha– es que la dictadura de Pinochet había dejado un precedente importante para cada ciudadano sobre el valor de la libertad y la democracia. Una generación después del referéndum y la vuelta a la democracia, la gran contradicción de nuestro tiempo vuelve a aparecer, ahora en las calles de Santiago: el milagro económico
es insuficiente. El crecimiento sin una distribución eficaz de la riqueza y correas de transmisión entre el poder público, las élites y la ciudadanía, termina por colapsar.
Sebastián Piñera es el arquetipo del gobernante latinoamericano de centro derecha. Chile era el modelo pensionario más exitoso y ejemplo de movilidad social en el continente. ¿Qué tiene que pasar para que un país que lleva tres décadas en el aparente camino correcto se convulsione socialmente? Esa es la pregunta que puede salvar o hundir a las democracias.
La complejidad del momento no tiene respuestas fáciles: ¿es el modelo de representación el que está en crisis?, ¿es la velocidad de las expectativas versus la capacidad de los gobiernos para cumplirlas?, ¿es la democratización de la tecnología y la ventana que ello ha abierto a las profundas desigualdades entre ciudadanos definidos como iguales ante la ley?, ¿es una generación distinta a la que sufrió los zarpazos de las juntas militares de los setenta?, ¿es la reacción a la globalidad y a las reformas económicas que tuvieron como fin el crecimiento y el control del déficit público?, ¿es el clamor de una generación que no conoció el Estado benefactor, sino el Estado mínimo? No lo sé. Lo cierto es que el síntoma de nuestros tiempos es la volatilidad sociopolítica y la fragilidad de la democracia, el agotamiento del modelo económico y la resurrección de radicalismos. No podemos olvidar que la primera gran crisis del capitalismo en 1929 tuvo profundo impacto en las sociedades europeas: la pauperización es terreno fértil para los discursos de odio, las reivindicaciones raciales y la xenofobia. ¿Dónde estaba el mundo en 1939, una década después del crack?, ¿dónde está el mundo hoy, una década después de la crisis financiera global de 2009? La factura sociopolítica ha llegado en diversos formatos y tiempos, pero ha llegado. Llegó en forma de Brexit, de supremacismo blanco o de grupos neonazis en Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania, respectivamente.
La ecuación de un menor crecimiento económico en las anteriores tres décadas, un estancamiento de la movilidad social y un incremento en los flujos migratorios –al grado de que hoy México es la inevitable puerta del mundo–, sólo puede derivar en un cambio en el modelo de representación política. El que tenemos fue diseñado para otra ciudadanía, para otros pueblos, para otro tiempo.
El crecimiento económico y la redistribución de la riqueza han parecido por años objetivos mutuamente excluyentes. La falsa dicotomía radica en asumir que un Estado fuerte interviene demasiado en el mercado y desincentiva la participación privada en la generación de riqueza y bienestar. Más allá de lo debatible del asunto, el caso chileno en la coyuntura y el de muchos países más en los últimos años, obliga a entender que la redistribución del ingreso y la reconfiguración de los mecanismos de movilidad social –educación, acceso a servicios de salud y empleo– son el salvavidas de la democracia. La desigualdad está matando a las democracias lentamente, el encono acelera el proceso.
Augusto Pinochet Ugarte interrumpió un proceso social e histórico en Chile. Es como si hubiera arrancado las hojas de un libro que, pese a su complejidad, había sido escrito en democracia. Pasaron años para que de forma ejemplar los chilenos recuperaran democracia y libertad. Ojalá que la sensibilidad política alcance para entender que el éxito económico no es más una garantía para mantener libertad y democracia; pero que libertad y democracia deben seguir siendo –a pesar de todo– el objetivo común de los pueblos, aunque hoy no entendamos bien a bien cómo preservarlas.