El próximo abril
as ASC –Agencias de Servicios de Cremación– trabajan con un alto nivel de profesionalismo. Sus principios incluyen reglas en cuanto al manejo y destino de las cenizas de un difunto. Para empezar deben ser colocadas en urnas de preferencia biodegradables, hechas de cartón o de sal. Ante la imposibilidad de cubrir esa exigencia, se recomiendan materiales nobles, es decir, que no sean dañinos. Queda prohibido conservarlas en casa, esparcirlas en la naturaleza, transformarlas en joyas o dividirlas entre los miembros de la familia.
Estas normas son muy razonables, pero una me provoca ciertas dudas: ¿quién desea convertir los despojos de su abuela en un vistoso anillo? ¿Es posible que a alguien se le ocurra fertilizar su jardín con los restos de su marido? Lo desconozco; en cambio, sé lo que significa verse en la necesidad de compartir
las cenizas de una madre. Estoy hablando de la mía y la de mis cinco hermanos.
II
Vamos por orden. El día de la incineración, a Susana, por ser la mayor, le correspondió el privilegio de elegir la urna. Decidirlo no fue nada fácil. En el exhibidor había diez o doce modelos de diferentes diseños y materiales, desde madera hasta porcelana. Junto a cada uno se ilustraba el efecto final con fotografías de modelos sonrientes, portadoras de la urna.
El encargado de comercializar los estuches –un hombre magro, con traje de tres piezas y corbata de moño– nos ofreció varias alternativas, pero terminó recomendándonos una en forma de nave galáctica porque –dijo– es lo último en urnas y la están llevando mucho
. Nunca había pensado que en los terrenos post mortem se impusieran modas.
Mi hermano José Antonio recibió la urna con su valioso contenido y la sopesó como si quisiera asegurarse de que no faltaba ni medio gramo del polvo tan amado por nosotros. Después, contrito pero satisfecho, nos la cedió y uno por uno –entre lágrimas y expresiones amorosas– fuimos acariciando el contenedor. Había perdido toda aura aterradora gracias a que allí, en la versión más reciente de una ánfora griega, estaba mamá o, mejor dicho, el resumen de sus 72 años de existencia transformados en cenizas.
III
Al salir de la funeraria mi hermano Francisco nos invitó a su casa. Allí tendríamos la privacidad necesaria para hacer gratas evocaciones de nuestra madre y de llorarla sin riesgo de despertar curiosidad o lástima. Mis hermanos y yo compartimos minutos muy intensos recordando las cualidades, gestos, ocurrencias y hasta las manías de quien fue amorosa, abnegada, sabia y muy valiente.
En el momento de despedirnos surgió una incógnita en la que no habíamos pensado: ¿quién iba a ser el custodio de las cenizas? Susana se ofreció a asumir el honroso y emotivo cargo. Protestamos. Todos teníamos el mismo derecho que ella, pero ni modo de dividirnos las cenizas a partes iguales, como si se tratara de un pastel.
Nos encontrábamos desconcertados y nerviosos. No tardaron en salir a flote los celos y las rencillas. Francisco dijo que estaba harto de que Susana se creyera la hija predilecta, con derecho a imponer su voluntad nada más por ser la mayor. Roberto reivindicó sus prerrogativas recordándonos que, lloviera o tronara, jamás había dejado de visitar a mamá los domingos. Por lo tanto, era su derecho tener a la viejita linda
junto a él.
Lucrecia lo puso en su lugar reprochándole que durante las semanas que mamá había estado en el hospital él nunca se ofreció a ir a cuidarla por las noches. Roberto se defendió con el argumento de que la viejita linda
se habría sentido incómoda pidiéndole a su hijo que la llevara al baño o cosas por el estilo.
Susana, impaciente y furiosa, gritó que por respeto al momento dejáramos de pelearnos, y que si para calmar los ánimos ella tenía que desistir de su propósito, estaba dispuesta a hacerlo porque, después de todo, sin importar a qué distancia estuvieran las cenizas, su madre siempre viviría en su corazón. Roberto, que nunca se ha llevado bien con ella, se burló a carcajadas.
José Antonio, quien había permanecido silencioso, pidió la palabra y nos sugirió una solución para el problema: que nos turnáramos para alojar, durante un mes, las cenizas de mamá. La idea nos pareció magnífica y, sobre todo, equitativa. Para no caer en favoritismos decidimos someternos al orden alfabético. Francisco sería el primero en hospedar en su casa las cenizas. Haciendo gala de su generosidad nos dijo que podríamos ir a visitarla cuantas veces quisiéramos, aunque él se encontrara de viaje por motivos de trabajo.
Susana, quien seguía considerándose despojada, le tiró una puya: ¿Y crees que la bruja de tu esposa nos dejará pasar?
¡Es mi casa!
, gritó Francisco completamente fuera de sus casillas. No tanto: ella la está pagando; por lo menos eso dice. ¿Te doy un consejo, hermanito? Fájate los pantalones antes de que esa vieja acabe de comerte el mandado y termine mandándote a dormir al cuarto de la azotea.
Lucrecia nos reconvino porque, en un momento tan solemne y en presencia de los despojos de mamá, aún tibios, estuviéramos peleándonos en vez de comportarnos como adultos. Para calmar los ánimos, José Antonio insistió en la solución del orden alfabético. Como la inicial de mi nombre es la zeta, vendrá tocándome la dicha de convivir con las cenizas de mi madre a comienzos del próximo abril.