inés Marín, nacido en Jerez de la Frontera, se encontró en su presentación en la plaza México con un torito de De la Mora que no era un toro, literalmente era una carretilla con la que practican los toreros el toreo de salón.
Desde que salió el toro, lo vio el joven torero y se empezó a llenar de miel los labios ante el bombón que le deparaba el destino. Salió sin brindar, se arrodilló y esperó al toro unos minutos aguantándolo. Cuatro derechazos en los que toreó y mandó y la plaza se descongeló enloquecida.
Fue en el sexto toro, en una corrida en la que había sido ovacionado Juan Pablo Sánchez por su toreo lento. Más los pases del niño jerezano prendieron a la clientela que bebía y bebía para calentarse. Lo demás es lo de menos. El niño toreó por naturales, derechazos, desplantes y todo tipo de adornos.
A la hora de matar se fue encima pero pinchó en hueso, al segundo viaje encontró la muerte. Toreo de salón que fue una maravilla. Cosas que tiene el toreo moderno, que los viejitos no entendemos. Toreo de metal fuerte y puro, como cristal suave y flexible, ritmado en los barbechos del vecino Puerto de Santa María o su natal Jerez de la Frontera. Toreo que se dejaba caer sobre los sembradíos tenísticos de la noche anterioridad al vuelo de coplas marineras y al ritmo regular de su concierto vital. Vibrar con la reacción de lo sublime y ligarla con una sabia asociación de sensualidad y misticismo que le permitieron ingresar en el difícil mundo de la creatividad torera mexicana, la de las ideas y los sonidos, inspiradoras de elementos de una gran armonía en la noche torera. Toreo jerezano que llevaba un cachorrillo escondido en la muleta y le permitía torear con esa armoniosa facilidad, gracia y transparencia, claridad, tono elegante y refinado, de ganas de vivir toreando.
¿De dónde apareció esa carretilla revestida de toro bravo que le permitió caer de pie ante la afición mexicana a Ginés Marín, el jovencito jerezano?