ro de sol invernal mexicano aromado de un azul caricia tibia del viento que llevaba aire e impedía el toreo, pero sonreía a la esperanza antes de la corrida y se quebraba en su lanza de oro nuevo, sobre el cristal anaranjado de la plaza.
Espejo del cielo con lenguas rojas, reflejadas en la pandereta de ruedo al terciarse el capote de paseo los toreros y apretarse los machos, antes de que el sol tradicional rasgara con el aire de principios de diciembre.
Toreo mexicano de Joselito Adame al ritmo del aire huracanado que levantaba la arena tenística y que acabó imponiéndose al mejor lote de la corrida. Uno de Jaral de Peñas y otro de Reyes Huerta como el resto de la corrida, a excepción de otro de Jaral de Peñas.
Los neoaficionados, enloquecidos, le aplaudieron a Joselito y le otorgaron orejas a pesar de que sus estocadas fueron pulmoneras, pero la gente tenía ganas de aplaudir y el valor del torero lo sintonizó de maravilla. En última instancia, corrida pasada por aire que empujaba la muleta y el capote al ritmo de la velocidad de las telas.
Enrique Ponce y el debutante Pablo Aguado que se presentaba se estrellaron con el aire a contraestilo de su forma particular de torear y dejaron a los aficionados esperando ese toreo andaluz que suele encantar a la afición de nuestro país.
Esas ganas de aplaudir que llevaba la afición se estrellaron y lo aprovechó Adame con dos toros de arrastre lento para delicia de los asistentes.
Toreo bravo y macho de Joselito que doraba la Plaza México de azul intenso que se recortaba en el fondo de la naranja atoronjada, sangre de los tendidos que redoblaba en los tambores los parches y los metales y los agrios clarines que acompañaban los pasos de la torería.
Rasgar el aire que se sentía seco y era sensualidad, caricia que cortaba el cuerpo en dos. Todo como a volapié fulminante en el marco de la policromía de la plaza que no apareció. Para matar los toros hay que dar el pecho, no el hombro.