osé Mauricio había dominado al toro Malagueñito de Barralba, de pelaje colorado suave y sombrío, pujante y fiero y unos pitones descomunales y siniestros, símbolo de las más terrible visión del mal sobre la tierra y el pensamiento demoniaco. Se perfiló a matar y, dando el pecho, se dejó ir lentamente sobre el burel para dejar la estocada en todo lo alto, al tiempo que el toro lo prendía y, ya en el ruedo, volvió sobre él, tirando puñaladas asesinas. La plaza se quedó en silencio, la emoción se apoderó de los asistentes congelados, al tiempo que el toro doblaba. Se esperaba un cornadón cuando las asistencias lo llevaron a la enfermería inconsciente. De repente, salió por su pie de la misma: el rostro ensangrentado y las lágrimas en los ojos, que transmitían al tendido la verdad torera. ¡Qué momento en la tarde-noche torera!
La poesía taurina, expresión de sentimientos ante la muerte, resucitó con la corrida de Barralba, bien presentada, pese a que para seguir el ritmo de la temporada y de otras, los toros sólo toleraban un puyazo.
Tarde triunfal de José Mauricio, en la que dio muestras de toreo despacioso en su quehacer, tanto en su primer toro, como en el segundo. En ambos, con torería que ahí quedó. No cabe duda que la estocada es el punto central de la emoción de la fiesta taurina.
Esa sensación se encuentra en lo que los aficionados llamamos el arco vacío, si de verdad se tiene, hay que sentirlo para comprenderlo, lleno como está de aspiración melancólica y vaga, de aire mental que sopla con insistencia sobre la cabeza de la posible muerte en el redondel. Sensación que busca la muerte y la burla con arte, como lo vivió José Mauricio. Angustia que parte de una participación y sensación corporal en la que se siente uno impedido a asistir en la apoteosis de lo instintivo dentro de la sangre. ¡Ay carne! Silencio que arde y abre y es creatividad.
En una vuelta al ruedo interminable, José Mauricio salió en hombros de la Plaza con las orejas, encadenado al temblor de una tarde de consagración.