l asunto nodal en la disputa por el modelo de conducción política radica en comprender el origen y las ramificaciones del fenómeno de las desigualdades. Motivo cierto de las revueltas actuales y de los propósitos para, cuando menos, atemperarlas. La cuestión central del debate actual es consecuencia de la gran y creciente brecha entre una clase (la desposeída o explotada) y el conjunto de las demás, principalmente, la propietaria (capital). Más que una simple brecha, ahora, en realidad, puede hablarse del conjunto de quiebres ocasionados por el modelo concentrador todavía imperante en el mundo.
Las distintas élites de la actualidad se resisten a comprender que, las desigualdades son, en última instancia, efecto ineludible de la lucha de clases. Prefieren asumirlas como simples distanciamientos entre grupos sociales en el proceso de apropiación de diversos bienes u oportunidades, por ejemplo, niveles de ingresos, de educación, de salud o de riqueza. Se empeñan en atribuir el forcejeo a distintos tipos de gobierno entre los cuales, repetidamente nombran hasta difuminar su naturaleza, el llamado populismo. Toda otra forma existente queda, para teóricos y publicistas insertados en el sistema, aún hegemónico, sumergida en la conveniente y aceptable manera de organizar y conducir los asuntos públicos. En paralelo mencionan, para reforzar sus posturas críticas, las modalidades discursivas empleadas por variados liderazgos. Discursos que, con sus estereotipadas narrativas, alientan rijosas polarizaciones que, sostienen, aquejan, de distintas maneras, a varias sociedades. El mismo economista e historiador francés del capital, (Piketty) arguye que no es la lucha de clases el fenómeno crucial de hoy en día. Para él son las ideologías las causales del continuo y hasta feroz enfrentamiento entre clases.
La actualidad nacional bien puede describirse mediante el continuo y totalizador esfuerzo de la élite, –formada y beneficiaria– del modelo llamado concentrador. Una asfixiante e injusta manera de conducir los asuntos públicos que se impuso a los mexicanos durante los pasados 40 años. Esta situación bien puede decirse que fue, por su desmesurada corrupción intrínseca, la causa de la rebelión ciudadana expresada en el voto masivo de julio de 2018. A partir de esa fecha pivotal, se inicia la difícil tarea de trastocar mecanismos, normas, leyes, rituales y prácticas que hacen posible la concentración excesiva del ingreso, las oportunidades y la riqueza en el país. Hay, por ello, necesidad de cambiar todo un régimen de gobierno decadente por otro de basamento justiciero. Es decir, primero se debe evitar la colaboración, intrínseca y perversa, entre el gobierno y los intereses privados, para mantener bajo control a los trabajadores. Lograr el inequitativo reparto de la riqueza generada era, y en varias instancias aún sigue siendo, el cometido esencial. Se ha llegado al punto de propiciar un desmesurado y peligroso desequilibrio. De seguir, por esa ruta, se habrían causado peores explosiones que las que ahora aquejan a varios países del continente y a otros de más allá.
La respuesta de las élites, ahora en caída, ha sido llevada hasta extremos de difícil explicación racional. Sus posturas y razones pierden crédito y alejan sus voces del oído colectivo. El griterío que ensayan se vuelve ensordecedor, repetitivo hasta el tedio y cansancio. La base argumental de esta corriente opositora se torna simplista y por demás cegatona.
Unos y otros de sus adalides se ven y oyen, a sí mismos, como preocupados salvadores de la misma democracia. Forma de vida que, desde sus urgencias de defensa a ultranza de lo establecido, no dudan en situarla en inminente riesgo de ser arrollada por la fracción mayoritaria: esa, precisamente, que triunfó en las pasadas urnas. Aunque la causal de peligro la identifican, al desviar sus ideas y palabras, en el discurso, alegadamente polarizante, del presidente López Obrador. También le suman, como de pasada, sus íntimas cercanías populares. De ninguna manera reconocen sus posturas de oponentes implacables, firmes coadyuvantes del rijoso fenómeno en marcha.
La opinocrácia, esta vez mundial, se empeña en situar al populismo –o algo que así puede entenderse– como el enemigo presente de la democracia. Los rasgos de autoritarismo, que en tal conformación identifican, presagian la tiranía venidera. No voltean la mirada hacia las diferencias de clase como la frontera ineludible de la polarización existente. La expoliación de la fuerza laboral por un lado y la inicua concentración del ingreso quedan fuera de la ecuación explicatoria. No les conviene seguir tal sendero porque desembocaría en situaciones de extremas consecuencias.