Opinión
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Apuntes sobre Torreón
E

l asesinato de una maestra, el suicidio del perpetrador –un niño de 11 años– y el ataque a sus compañeros de clase, en Torreón, Coahuila, la semana pasada, obliga a reflexionar sobre las causas, la atmósfera y las condiciones que permitieron que alguien, nacido apenas en 2008, se convirtiera en el centro de una tragedia.

A los seres humanos nos disgustan las respuestas multifactoriales a los fenómenos. Creemos que hay una gran dosis de ambigüedad que solamente esconde una verdad escalofriante: nuestra total ignorancia e indefensión frente a sucesos que pulverizan la lógica. Sin embargo, éste es un caso originado por diversos factores. Asignar el total de la responsabilidad a uno solo, es juzgar con enojo y prisa lo que llevó años torcer hasta llegar a esa mañana aciaga en el norte del país.

¿Fue el entorno familiar lo que detonó el ataque?, ¿la ausencia materna, el presunto historial delictivo del padre?, ¿fue la inspiración de la masacre de la escuela secundaria Columbine en 1999, ataque masivo con 15 muertos, 21 heridos por arma de fuego, en el que se suicidan dos jóvenes de 17 y 18 años, reflejada en la playera que portaba y decía Natural Selection?, ¿fueron los videojuegos violentos?, ¿qué hace que un niño dispare contra sus compañeros?

Permítanme empezar por lo obvio: un arma ilegal calibre 40. La fantasía perversa de replicar Columbine cambia completamente cuando en casa hay una pistola reservada a los policías estadunidenses. El acceso al arma –que de acuerdo con la evidencia era del abuelo– permitió pasar de la imaginación a los hechos.

Arma en casa, padre delincuente, madre fallecida, abuelos involucrados en graves problemas fiscales y financieros, así como videojuegos violentos forman un cóctel interesante, pero no suficiente para articular una tragedia como la de ese colegio privado en Torreón. Sin satanizar a la tecnología –lo cual sería un argumento absurdo– el joven que privó de la vida a su maestra es parte de una generación ignorada y desatendida. El contacto familiar más frecuente es por whatsapp; el poco tiempo de atención es el que se destinan las familias entre mensaje y mensaje, entre meme y meme.

Siempre hablamos de las consecuencias sociales inexploradas que el uso intensivo e indiscriminado de las redes sociales y los teléfonos móviles tendrían en nuestra sociedad. Lo de Torreón es un botón de muestra. ¿Qué tan lejos debe estar un padre o un tutor de sus hijos para desconocer que planea un ataque así?, ¿de qué tamaño es el abismo que hemos trazado entre nosotros para desconocernos frente a frente y sólo reconocernos en el reflejo de una pantalla que cabe en la palma de la mano?

Si la interacción social, si la conversación cara a cara se sigue extinguiendo tendremos que acostumbrarnos a la paranoia y a la ansiedad de una sociedad que se soporta lo mínimo indispensable; que convive porque no tiene otra alternativa, pero que felizmente cambiaría un incómodo minuto de plática cara a cara por el más banal de los mensajes en un teléfono.

Hablar de cambio, pérdida o transformación de valores suele asociarse a un debate con un tufo anacrónico y puritano. Pero valores como la honestidad, el respeto al otro, la dignidad, la libertad, la tolerancia, han quedado sepultados en un alud de pragmatismo, de prisa, de inmediatez, de cinismo y apatía. La realidad es consecuencia de esa escala de valores replicada por cada habitante del país. Los hechos son sólo la consecuencia de esos valores –que nada tienen que ver con posiciones moralinas– cívicos que parecen un espejismo pasado, una ficción innecesaria, un lastre para el éxito, una pausa en una sociedad apresurada.

Los asesinos de Columbine tenían casi 20 años cuando perpetraron la masacre. El de Torreón tenía 11. ¿Qué tuvo que pasar en esos once años para que la historia terminara así? El dilema no distingue clase o posición social y rompe con un arquetipo ofensivo y patético en el que para muchos la violencia es un problema monopolizado por los pobres.

Torreón nos obliga a juzgar nuestro actuar como padres y ciudadanos. Creer que es un caso atípico en el que un solo factor determinó el horror, es cegarnos voluntariamente hasta que el caos se repita.