Domingo 26 de enero de 2020, p. a12
Las vicisitudes de un maestro carnicero convertido en verdugo de una prisión descritas en El hacha de Wandsbek, novela de Arnold Zweig (1887-1968), articulan una magnífica composición épica alrededor de cómo las circunstancias y las corrientes intelectuales dejaron a los ciudadanos alemanes inermes frente a la barbarie nazi. Con autorización de Editorial Herder, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esa obra de la que durante siete sábados, en siete lugares, habrá charlas con la guía de Claudia Cabrera, traductora del volumen: en la biblioteca del Instituto Goethe (primero de febrero), Casa Tomada (8 de febrero), librería Bodet (15 de febrero), librería del Ermitaño (22 de febrero), librería Burro Culto (29 de febrero), librería Herder (7 de marzo) y biblioteca del Instituto Goethe (14 de marzo).
—La mayor parte de las grandes ciudades –observó el señor Footh mientras exprimía algunas gotas de limón sobre un pan tostado con hueva de esturión, también conocida como caviar–, la mayor parte de las grandes ciudades le debe su fisonomía a la interacción entre el agua y el fuego. Todas han ardido de lo lindo alguna vez, como si alguien se encargara de ello.
Albert Teetjen primero terminó de masticar. No le gustaba mucho el caviar. Del pequeño recipiente de porcelana blanca con la inscripción ‘‘Beluga” había tomado escasamente una o dos cucharaditas.
–Lo que hace Dios está bien hecho, tanto para los constructores como para los especuladores inmobiliarios –corro- boró él.
El señor Cölln, quien hacía mucho que había dejado de existir, había establecido su restaurante en una oposición intencionada a las cervezas de Alemania del Sur, con el objetivo declarado de echar a andar o de apoyar a las cervecerías de Westfalia y Ostfalia. En consecuencia, cien años después de su fundación, sus clientes podían disfrutar cerveza proveniente de Dortmund y Einbeck, mismas que en ningún otro lugar se servían con más cuidado. La madera de dichas mesas, de color natural y barnizada, aunque ya de un amarillo verdoso por la edad, lucía su belleza original: no había manteles en Cölln, y los clientes se sentaban en sillas y bancas anchas y cafés, sin tapizar y sin embargo confortables. Se bajaba por unas cuantas escaleras hacia la bóveda –de cuyos techos pendían modelos que reproducían fielmente cocas y fragatas hanseáticas–, donde se disfrutaba del frescor y de los sabrosos aromas, pues la cocina del Cölln solamente usaba los mejores ingredientes y conservaba la tradición también en sus platillos: sustanciosos, abundantes y de first class.
Los dos señores en uniforme de la SS todavía habían podido elegir lugar: en Hamburgo se desayunaba tarde; antes de la una y media la cocina apenas si servía alguna de las viandas anunciadas como platos del día. Eso no los había molestado; a cambio pudieron replegarse en un rincón, tras una cortina corrida a medias confeccionada con pesada frisa, y charlar sin que nadie los molestara. Un esbelto perro salchicha color café y llamado Ebert había bajado del Mercedes gris claro junto con el señor Footh y ahora estaba echado debajo de su silla, acurrucado a sus pies y esperando los manjares que le caerían desde el mundo de arriba en forma de bocados y huesitos. Ninguna de las otras mesas se hallaba lo suficientemente cerca como para que alguien pudiera escuchar la conversación que Albert Teetjen esperaba con ansias. Sin embargo, había aprendido a dominarse, a no mostrar sus emociones. Y le había parecido un buen presagio que el señor Footh hubiera hecho uso del platt, o bajo alemán de Hamburgo, cuando se encontraron frente a las escaleras de la entrada.
Por eso tampoco le pareció en absoluto extraño que se dirigiera a él como ‘‘hijo mío”, a pesar de que fueran de la misma edad. En general, el dialecto bajo alemán, lo mismo que el holandés o el yiddish, le confería a todo algo confortable y acogedor cuando lo hablaban personas que lo acostumbraban desde su juventud.
–Pues sí, hijo mío, lo que tú has pensado, eso, por supuesto no es posible. Quienes trabajamos en el campo de los transportes no podemos intervenir en el ramo de la distribución. Tú formas parte de la industria transformadora de alimentos. Pero el gobierno de la ciudad y el Parlamento tienen a los consumidores en mente, como debe ser. Antes de que el Führer fomentara el armamento, estábamos en medio de una crisis de consumo; las máquinas suministraban mucho más de lo que la gente podía pagar, a pesar de que sí existía la demanda. Ustedes, que dependen de los ingresos mensuales, todavía resienten las consecuencias. Bueno, pues ¡salud! –y los dos bebieron.
En qué pararía aquello, se preguntaba Albert, y defendió la propuesta que le había hecho en la carta. Su negocio funcionaría de manera regular si la clientela siguiera comprándole como antes. Pero si el flujo disminuía porque las amas de casa se quedaban pegadas cual moscas en papel engomado a los grandes escaparates de los almacenes, entonces los costos fijos lo ahogarían inexorablemente. Entre los habitantes de Wandsbek no había cambiado nada desde que hubiera sido adscrito este año al territorio de Hamburgo. Quienes trabajaban en las grandes industrias, funcionarios y obreros, ocupaban las viviendas en sus calles, maestros, pensionados, artesanos. La gente debía repartir bien el dinero que tenía. A menos que ganaran la lotería, no les alcanzaría para nada más que lo indispensable.
El señor Footh meció su rojizo rostro de acá para allá, se alisó el bigotito y le hizo señas al mesero.
–¿Qué te apetece? –le preguntó a su invitado–. Ambos ordenaron filetes hamburgueses: un costillar de res asado, servido sobre pan tostado y acompañado por pepinillos, cebollitas y hongos agrios en conserva. El mesero se llevó el pequeño recipiente blanco de porcelana y ordenaron dos vasos grandes de cerveza inglesa porter, una bebida que con el clima de Hamburgo era de fácil digestión y de un sabor sumamente agradable. Por un rato sólo la luz eléctrica se reflejó en la superficie de la mesa.
–¿Y si ahora se te ofreciera la oportunidad –preguntó el señor Footh– de ganar un dinerito, una subvención para el futuro próximo? Enviar una petición al gobierno de la ciudad y al Parlamento se lleva su tiempo. Eso lo entiendes, ¿verdad? Y me acabo de enterar de un asunto que, hasta cierto punto, tiene que ver con tu oficio.
–Sería favorable –confirmó Albert y pidió que le contara los detalles. Pero entonces el mesero trajo una gran bandeja ovalada, platos y cubiertos, y los señores desayunaron. Con sus uniformes negros, ambos parecían oficiales de una tropa que todavía no existía en los tiempos en que habían sido compañeros de armas, y así, para empezar, hablaron de los viejos días en Lituania y en el río Niemen.
–¡Hombre, qué tiempos aquellos! ¿Te acuerdas de la fantástica historia en el bosque de Šiauliai?
Albert Teetjen no se acordaba y el señor Footh, después de elegir pan pumpernickel, queso emmental, Curazaodos puros brasileños casi negros, le ayudó a refrescar la memoria.