na espiral de agravios. Land: tierra de nadie (Land, 2018), tercer largometraje del realizador iraní radicado en Londres Babak Jalil (Frontier Blues, 2009; Radio Dreams, 2016), es un relato tan árido y seco como el territorio en el que ha sido filmado, un pueblo perdido en Nuevo México que convive, en tensiones constantes, con una adyacente reserva indígena llamada Prairie Wolf. En ese territorio de los nativos americanos sioux rara vez se aventura la población blanca vecina. Es un enclave misterioso y ajeno, con leyes y costumbres propias, entre las que figura la prohibición del consumo del alcohol. Algunos indígenas cruzan a diario la demarcación para pasar el día entero afuera del expendio de cervezas de Mary Denetclaw (Wilma Pelly), mendigando dádivas o crédito para procurarse la bebida alcohólica y vegetar ahí, adormecidos o indolentes, en una rutina que se repetirá idéntica al día siguiente. Ese es el clima de melancolía y pesimismo que domina en Land.
Lo que de entrada parecería un moroso documento etnográfico sobre las difíciles relaciones entre pobladores blancos y una comunidad indígena recelosa, pronto adquiere tintes dramáticos con el anuncio de la muerte del joven soldado indígena Floyd, muerto en Afganistán, cuyo cuerpo habrá de ser trasladado al pueblo y enterrado en la reserva con los honores acostumbrados a los servidores de la patria, pero sin respetar del todo la compensación económica que el gobierno estaría obligado a entregar a sus deudos. Este caso de flagrante discriminación e injusticia enciende la indignación indígena. Al mismo tiempo, la agresión gratuita e impune que cometen dos hijos de la pacífica señora Mary contra Wesley (James Coleman), hermano mayor del fallecido, precipita una incontrolable escalada de violencia. El delicado equilibrio de tensiones entre las dos comunidades raciales se rompe súbitamente, y la desconfianza mutua, antes soterrada, aflora con una nueva carga de animosidad agresiva.
Lo interesante en la cinta del realizador iraní es su rechazo a recurrir a simplificaciones narrativas que establecieran el enfrentamiento entre una población blanca intrínsicamente intolerante y una comunidad indígena victimizada en su condición menesterosa. En Land: tierra de nadie la miseria material y moral la comparten de modo similar las dos poblaciones vecinas. Un asomo de justicia se insinúa en la señora Mary, madre de los agresores racistas y también en una joven blanca, quienes discretamente se solidarizan con los indígenas agraviados. Ante la certidumbre de tener que convivir juntos aún por largo tiempo, al recelo mutuo de las dos poblaciones antagónicas parece acompañarlo la convicción de tener que conducir esa indignación colérica hacia un razonable control de daños. La cinta explora con mucho tacto esos matices delicados. Lo que sí queda claro es el irreconciliable divorcio cultural que conduce a los indios sioux a rechazar los valores patrios de una nación blanca que consideran ajena y potencialmente hostil. En una escena crucial no aceptan la bandera estadunidense, prefiriéndole los emblemas propios. En un nivel dramático, la cinta ha subido un nivel de modo considerable. De la aparente morosidad en que permeaba la película se transita hacia una sólida reivindicación de la dignidad de los marginados. La madre del agredido Wesley se lo subraya a la madre de sus victimarios: No todos los indios en este lugar viven alcoholizados
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Una apostilla tal vez pertinente: el espectador de Land: tierra de nadie bien pudiera pensar que se encuentra aquí, de nueva cuenta, ante una suerte de viejo western, con tintes melodramáticos y añejos malestares sociales, de no ser porque una simple revisión de los diarios le remitirá hoy a un conflicto muy agudo entre el gobierno canadiense y una comunidad indígena, la de los mohawks en la Columbia Británica, que desde hace 10 días pone en jaque a la economía nacional al obstruir la red de comunicaciones ferroviarias con su acción de rebeldía en contra del paso por territorio indio de los trabajos de un enorme gasoducto. Esa tierra de nadie que ha retratado la cinta de Babak Jalil, con sugerente fotografía de la veterana francesa Agnès Godard, poblada de personajes espectrales y olvidados, embrutecidos por el alcohol y la desesperanza, es en realidad un territorio inmenso sin divisiones muy claras ni el en el espacio ni en el tiempo. La mayor distinción de esta cinta es sugerir al respecto la posibilidad de un debate social impostergable.
Se exhibe en la sala 9 de la Cineteca Nacional a las 13 y 18 horas.
Twitter: @CarlosBonfil