Domingo 23 de febrero de 2020, p. a12
Frida Kahlo, ‘‘figura mítica creada por sí misma’’ y ‘‘artista brillante por derecho propio’’, protagoniza una biografía escrita en inglés por la historiadora del arte Hayden Herrera, publicada en 1983, cuya edición en español, ampliamente revisada, circula ahora con el sello Taurus. Con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta obra, con prólogo de Valeria Luiselli y traducción de Angelika Scherp.
La historia de Frida Kahlo comienza y termina en el mismo lugar. Desde fuera, la casa de la esquina formada por las calles Londres y Allende se parece a muchas otras en Coyoacán, una antigua zona residencial de la periferia, ubicada al suroeste de la Ciudad de México. Las paredes de un intenso color azul en esta construcción de estuco y un solo piso se ven avivadas por ventanales de muchos cristales y postigos verdes, así como por las agitadas sombras de los árboles. Encima de su portal se lee ‘‘Museo Frida Kahlo’’. Dentro se halla uno de los sitios más extraordinarios de México: el hogar de una mujer, con todos sus cuadros y efectos personales, convertido en museo.
Dos gigantescos Judas de papel maché y casi siete metros de alto guardan la entrada, gesticulando como si conversaran. Al pasarlos se entra en un jardín con plantas tropicales, fuentes y una pequeña pirámide adornada con ídolos precolombinos.
El interior de la casa es especial, pues da la sensación de que la presencia de sus antiguos ocupantes aún anima todos los objetos y cuadros que se exhiben. Aquí se encuentran la paleta y los pinceles de Frida Kahlo, abandonados sobre su mesa de trabajo como si los acabara de soltar. Allá, cerca de su cama, están el sombrero Stetson, el mono y los enormes zapatos de minero de Diego Rivera. En la gran sala de la esquina, que da a las calles Londres y Allende, hay una vitrina con puertas de cristal que encierra el traje de tehuana, lleno de colores, de Frida. Las siguientes palabras están pintadas en la pared, sobre la vitrina: ‘‘Aquí nació Frida Kahlo el día 7 de julio de 1910’’. Fueron inscritas cuatro años después de la muerte de la artista, cuando su casa se convirtió en un museo público. La pared del patio, en un vivo azul y rojo, está adornada por otra inscripción: ‘‘Frida y Diego vivieron en esta casa 1929-1954’’. ¡Ah! piensa el visitante. ¡Qué bonita circunscripción! He aquí tres hechos principales en la vida de Frida Kahlo: su nacimiento, su matrimonio y su muerte.
El único problema es que ninguna de las inscripciones es del todo precisa. Tal como demuestra su acta de nacimiento,1 Frida en realidad nació el 6 de julio de 1907. Reclamando, quizás, una verdad más importante de lo que permitía el hecho concreto, no eligió el verdadero año como su fecha de nacimiento, sino el de 1910, año en que comenzó la Revolución mexicana; y puesto que fue hija de la década revolucionaria, en la que en las calles de la Ciudad de México dominaba el caos y el derramamiento de sangre, decidió que ella y el México moderno habían nacido juntos.
La otra inscripción del Museo Frida Kahlo fomenta una imagen ideal y sentimental del matrimonio y el hogar Rivera-Kahlo. Una vez más, la realidad fue otra. Frida y Diego solo ocuparon brevemente la casa de Coyoacán antes de 1934, cuando regresaron a México después de residir en Estados Unidos durante cuatro años. Entre 1934 y 1939 vivieron en un par de casas que fueron construidas para ellos en la cercana zona residencial de San Ángel. Después hubo largos periodos en los que Diego no vivió con Frida, prefiriendo la independencia de su estudio en San Ángel, por no hablar del año en el que se separaron, se divorciaron y se volvieron a casar.
Por lo tanto, las inscripciones embellecen la verdad. Igual que el museo mismo, forman parte de la leyenda de Frida.
Solo hacía tres años que se había construido la casa de Coyoacán cuando nació Frida. Su padre la edificó en 1904, en un pequeño lote que adquirió cuando se dividió y vendió la hacienda El Carmen. Sin embargo, los pesados muros que dan a la calle, la estructura de un piso, la azotea y el plano en forma de ‘‘U’’, según el cual cada habitación da a la siguiente y al patio central en lugar de estar unidas por pasillos, le dan la apariencia de remontarse a la época colonial. Se encuentra a apenas unas calles de la plaza central del pueblo y la parroquia de San Juan Bautista, donde la madre de Frida tenía un banco particular que sus hijas y ella ocupaban los domingos. Desde su casa Frida podía caminar por callejuelas, a menudo empedradas o sin pavimentar, hasta los Viveros de Coyoacán, un parque selvático, embellecido por un fino río que serpenteaba entre los árboles.
Cuando Guillermo Kahlo construyó la casa de Coyoacán, era un fotógrafo de éxito a quien el Gobierno mexicano acababa de encargar el registro del patrimonio arquitectónico de la nación. Era un logro extraordinario para un hombre que había llegado a México sin grandes perspectivas solo trece años antes. Sus padres, Jakob Heinrich Kahlo y Henriette Kaufmann Kahlo, eran judíos húngaros de Arad, ahora parte de Rumanía. Emigraron a Alemania y se establecieron en Baden-Baden, donde nació Wilhelm en 1872. Jakob Kahlo era joyero y también comerciaba con artículos fotográficos. Cuando llegó el momento, era suficientemente rico para mandar a su hijo a estudiar en la Universidad de Nuremberg.
Alrededor de 1890, la prometedora carrera del estudiante Wilhelm Kahlo finalizó antes de haber comenzado: el joven sufrió lesiones cerebrales a causa de una caída y empezó a padecer ataques epilépticos. Su madre murió más o menos al mismo tiempo, y su padre se volvió a casar con una mujer con la que Wilhelm simpatizaba. En 1891 el padre le dio a su hijo, de diecinueve años, suficiente dinero para pagar el pasaje a México; Wilhelm cambió su nombre a Guillermo y no regresó jamás a su país de origen.
Llegó a la Ciudad de México casi sin dinero y con pocas posesiones. A través de sus contactos con otros inmigrantes alemanes, encontró trabajo como cajero en la Cristalería Loeb. Más tarde ocupó el puesto de vendedor en una librería. Finalmente, trabajó en una joyería llamada La Perla, cuyos dueños eran compatriotas con los que había viajado de Alemania a México.
En 1894 se casó con una mujer mexicana que murió cuatro años después al dar a luz a su segunda hija. Entonces, se enamoró de Matilde Calderón, una compañera de trabajo de La Perla. Frida contó la historia así: ‘‘La noche en que murió su esposa mi padre llamó a mi abuela Isabel, que llegó con mi madre. Ella y mi padre trabajaban en la misma tienda, se tenían confianza. Él estaba enamorado de ella y más tarde se casaron’’.